En el recodo del río,
─al pie de la chopera─
nace la acequia que va a dar
al molino
y que se hace acompañar
por un cuerpo de lanceros
dóciles,
verdes y flexibles,
que le rinden honores.
Río abajo, el desnivel se
hace notorio
y el agua sobre las aspas
salta con el mismo vigor
inusitado
con el que hace girar a la
muela.
Por la canaleta de madera,
─toscamente trabajada─
se va dosificando el grano
que cae de la tolva
y la aceña se agita toda
ella
convirtiendo el grano en
harina.
Aguas abajo,
el caudal que cayó desde la
acequia
se incorpora de nuevo al río
y este sigue su curso,
buscando mansamente el
encuentro
salado en el que desaparecer.
Una estampa de otro tiempo, seguramente el de la infancia. La aceña, la acequia, el agua... todo tiene un tono machadiano de reflexión del tiempo que pasa, lento y tranquilo, mientras el discurrir del agua hace de clepsidra que marca el latir de nuestra existencia.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Lo has dicho mejor que yo, Cayetano. Efectivamente ahí está la infancia, el paso del tiempo, la compañía de mi padre llevando el grano al molino...
EliminarUn abrazo.
Tú me inspiras y sacas esa vena poética que anda escondida en mi interior. Por cierto, me encanta la imagen que has elegido. Un acierto.
EliminarMuchas gracias, Cayetano.
EliminarOtro abrazo.
La modernidad ha dicho que esas aceñas tenían que desaparecer, ahora son movidas por algo que ensucia y contamina, es la modernidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Y el producto final, que no sé de donde diablos traen esa harina, es un pan incomestible, con tanta modernidad.
EliminarUn abrazo, Emilio.