Le seguía un coro de
chiquillos
con caras de asombro y
felicidad.
Él iba como suspendido
a un manojo de cuerdas
que acababan en globos de
colores;
como suele correr la brisa
de costado,
caminaba escorado
con un hombro por delante
del otro;
su sola presencia no
necesitaba
de pregón alguno
y como Hamelín, una corte
de ilusiones infantiles
le hacía coro a la corta
distancia.
En cada globo, los delirio
de un niño
se hacían participio
y todo el cortejo venía a ser
como oración subordinada
a vencer o convencer
la resistencia de los
mayores
en satisfacer el capricho
irresistible
de un globo en las manos de
un niño,
poniendo notas de colores
en la tarde colmada de
nostalgia.