«Sed fecundos y multiplicaos,
henchid la tierra y sometedla.»
Y así, durante generaciones,
el hombre sació su sed,
se alimentó de los frutos
y amasó el pan con el sudor
de su frente;
más tarde descubrió el
fuego,
inventó la rueda, la palanca
y la polea,
y también los engranajes.
Y conoció a la
insatisfacción que se apropió de él:
nada le colma desde entonces,
al haber desbordado los
límites naturales.
El derroche encontró su
hábitat
y el hacha en su mano el
expedito camino
de la deforestación salvaje.
En lugares concretos era muy
superior la producción
que las bocas a satisfacer,
e inventó el mercado y con
él el transporte,
el rompimiento de las
estaciones y las distancias.
Nacieron los embalajes, se
quemaron los fósiles
y el exceso de residuos y
contaminación
ascendía como vaharadas de
progresión geométrica.
La insaciable industria no
se colmaba
con la agricultura ni la
ganadería tradicional.
Lo que hasta entonces fue
sostenible
buscó soluciones en los
transgénicos:
nacieron las fibras
sintéticas y los plásticos,
pero estos no saben volver a
sus orígenes y regenerarse.
Titubeó la lluvia, se
agudizaron las sequías,
se agotaron muchos
manantiales
y se rompió el ritmo
conocido desde la noche de los tiempos;
las temperaturas se saltan
los códices
y la lluvia ha perdido el
paso,
por eso a la sequía le sigue
una inundación extrema.
Todavía hay quienes lo
niegan,
pero esas son las razones de
la sinrazón.