Palidece la tarde,
avanza la tibieza en retirada
hacia el precipicio del horizonte,
pierde el río su irisado maquillaje
y se remansan las prisas
antes de que se encienda
el alumbrado público.
Se ha adormecido un tanto el alborozo:
los niños abandonaron sus juegos,
las palomas se han replegado
y habitan en silencio las copas de los árboles,
la tarde enmudece lentamente
y se hace noche cerrada.
Debería escribir la carta a los Magos,
pero no se me ocurre pedir otra cosa
que un poco o un bastante de vitalidad,
esa que se fue cabalgando los días
como si habitara un infinito anochecer.