A petición de María del Carmen Nazer, prosa que debiera ser poética
Siempre me he sentido pequeño, y,
precisamente esa insignificancia es la que me acerca a mi yo con una precisión
fuera de toda duda. Fui creciendo y fui descubriendo el agigantamiento de otros,
al tiempo que emborronaba verbos como el cantero talla sillares para una nueva
edificación, y rompía, y valoraba, y garabateaba nuevos intentos que siempre me
parecían menores. De cuando en vez, algún suspirillo lírico con el que
entusiasmar a los poco versados y a los comprados con la sangre o el afecto.
Fue en los años 70, cuando el
fuego lector, el sorprendente encuentro con el realismo mágico, con la
fantástica fantasía hispanoamericana: García Márquez, Sábato, Vargas Llosa, Miguel
Ángel Asturias, Borges, Bioy Casares, Carpentier, Cortázar... Rayuela fue para mí un
deslumbramiento, una baraja de naipes de aquellos del tarot de la literatura a
la carta, una magia en mis manos con la que convertirme en editor de mi propio
orden de lectura y siempre con un prodigioso resultado dejándome llevar por los
vericuetos de mi propio capricho descubridor.
Nací en una familia modesta donde
la supervivencia era todo un reto más o menos garantizado por un huerto
frondoso donde el abuelo tenía una economía de subsistencia y nunca nos faltó
el pan. Con una instrucción media para la época, empecé a trabajar en una de
las dos salidas profesionales del Marbella de los 60 que ojalá las siguieran
siendo hoy. La hostelería es una manera de viajar desde un punto fijo: uno se
planta en la recepción de un hotel y es el mundo el que rota sobre ti y te
muestra acentos, costumbres y culturas.
Nunca me llamaron la atención la
frecuente vacuidad de los artistas y me mostré más cercano e interesado por los
literatos, esos gentilhombres de las contraportadas de los libros o semidioses
de creadores de mundos inexistentes. Recuerdo con fidelidad la dedicatoria de
Miguel Ángel Asturias en El señor
presidente, en edición de bolsillo: “Con mis dos manos amigas”. Esa fue la
primera joya, el primer tesoro venido a mis manos de las de aquel hombretón,
corpulento, de rasgos precolombinos y voz campanuda y templada. En aquella etapa
de mi vida laboral yo era un conserje de hotel, un hombre de Las Llaves de Oro que ponía mi pasión en
el trabajo y mi deleite en las lecturas robadas al tiempo del transporte y los
regates a la televisión.
Ya en los 80 había dejado la
fiebre de aquella tertulia literaria semanal en un viejo café madrileño y
estaba centrado en el trabajo y la familia. Pero un día, un compañero que sabía
de mis devaneos con las letras me llamó para advertirme de la reserva hecha por
la Editorial Alfaguara a nombre de Julio Cortázar. Antonio era muy bromista y
no le presté demasiada atención, pero al día siguiente, con todo mi asombro, la
contraportada de Bestiario o de Todos los fuegos el fuego, con su erre
silbante y arrastrada, su sonido porteño edulcorado en París, me solicitaba la
llave de su habitación. No pude más que mencionar su nombre con la entrega y
quedarme estupefacto mirándole desde mi pequeñez a su esbelta estatura de
hombre y creador, mientras se alejaba camino del ascensor.
Esa noche, al llegar a casa, me
puse a golpear mi vieja Olivetti haciendo correcciones de última hora a un
borrador de cuento escrito meses antes, donde precisamente Cortázar era el
personaje central del mismo y un camarero que jugaba a literato le dejaba, como
por olvido, un cuento en la bandeja del desayuno. Apenas había dormido.
Corregir los errores en la máquina de escribir era mucho más laborioso que lo
que hoy hacemos con el ordenador. Me presenté al trabajo cargando con todos los
texto que de él tenía en casa; el trabajo de aquel día fue todo un frenesí de
espera hasta que le tuve de nuevo al otro lado del mostrador. Con la llave, sin
necesidad de que me recordara su número de habitación, le entregué los ocho o
diez libros de su autoría, más aquellos folios cosidos con una grapa que con
tanta precipitación iluminé la noche anterior de la mejor manera posible. Se mostró
sorprendido y admirado por los muchos libros que le entregué a firmar, se retiró
hacia el ascensor, con sus largos y oscilantes pasos, algo cansinos, y
esbozando una sonrisa.
A la mañana siguiente, mi estado
era como el de una novia que espera enjoyada los últimos preparativos antes
asirse al brazo del padrino. “Aquí tiene, —me dijo soltando los libros y la
llave sobre el mostrador—, tiene usted casi todos mis libros, pero le falta
este que vine a presentar a Madrid”. Y entregándomelo me apretó la mano y, como
por descuido, me dijo: “su cuento es muy interesante”. Aquello debió ser en
1983. Ya tenía cara de no mucha salud y falleció en París meses más tarde. En mi
cuento, el camarero protagonista, cuando regresó a la habitación a recoger la
bandeja del desayuno, encontró los folios grasientos de mantequilla y con un manchurrón de mermelada. El cuento que le entregué debió llevárselo o hacerlo
desaparecer fuera del establecimiento, tal vez en una papelera de la calle
Alcalá; no estaba en la habitación ni tampoco en el cubo de la basura.