Mi padre había sido soldado
en Sevilla
y puso empeño en explicar a
este niño
sus bellezas, donaires y
dimensiones,
junto a la sonoridad de su
geografía.
Viajé en tren de madera y
carbonilla,
billete de tercera,
francachela como en la plaza
y merienda compartida,
salida insospechada
de una caja de zapatos.
En cada estación, en cada
apeadero,
un breve descanso y por las
ventanillas,
las ofertas de los
vendedores desde el andén
provocando apetencias adormecidas;
nombres sonoros: La Roda de
Andalucía,
Aguadulce, Bobadilla, El
Chorro…
Como me había referido mi
padre,
el Guadalquivir era casi un
mar dulce
desde la mirada del río
Almadán;
Sierpes, en cambio, una
calle de tiendas,
y los Jardines de Murillo
aromas de antaño,
paseos nostálgicos y
ensueños;
en la fonda, repasos con la
cantinela
de los reyes Godos regurgitando
la fórmula de la ecuación de
segundo grado.
En lugar impreciso a la
memoria, un puente levadizo
como ahora se elevan estas
añoranzas.