Procuro estar en casa
antes de que se cierren
las compuertas de la noche,
gozar del alumbrado de las estrellas
desde la terraza y soñar,
soñar más que vivir la madrugada.
Llegada esa hora,
en la que se ciegan los caminos,
prefiero trazar en el aire
el arco que describe la noche
en vez de tropezar con la aventura
y suturar sus heridas.
Una noche. Tan solo una noche
se encaprichó de mi una sombra
y lo pasé francamente mal.
No estoy curtido. Y ahora, mayor,
vuelvo por el camino de la infancia
y me abro al confort de recogerme
en el pendular impreciso
entre el día agónico y la noche.
No hay póliza que asegure la vida,
como tampoco hay riesgo
que te garantice gozar lo desconocido.
A fin de cuentas no son los sobresaltos
sino la cotidianeidad
la que me abre sus puertas día a día.