El tren era una cafetera que se desplazaba
echando humo y también carbonilla,
mi asiento un banco con listones de madera
que le daba la espalda a la marcha,
hasta que me atrincheré
en la ventanilla del pasillo donde hice todo el trayecto
gozando del paisaje.
Pitaba tanto como echaba humo.
El vagón de tercera era un patio vecinal
donde se hablaba de todo y todo se compartía.
Para lo no previsto, en la siguiente estación,
-eran frecuentes y cercanas-
se acercaban a ofrecerlo por la ventanilla,
al igual que sucedía en la plaza del pueblo.
Cada vez que sobrepasaba un árbol
era como rodeado por el convoy,
un arrebol ilusorio que hacía girar el paisaje,
como si en lugar de pasar de largo
lo hubiera tomado por una de sus ramas
y hubiera trazado un paso de baile.
Los palos del telégrafo eran más insípidos
y mucho menos divertidos.
Detrás de un ruido ensordecedor,
la proximidad de un túnel
y el rebufo de humo entrando por las ventanillas.
Entre Málaga y Sevilla, mil,
quizás más estaciones y apeaderos,
un disloque, una emoción interna y externa
que discurría en paralelo a las vías
y se selló en mi memoria infantil
con ánimos de permanencia eterna.