En los supermercados no queda de nada,
los estantes están desguarnecidos
y la caja abierta ilustra la hecatombe;
mujeres, niños y mayores
habitan la clandestinidad del subsuelo
y duermen sus pesadillas con música de metralla.
Un fantasioso fuego cruzado de propaganda
desorienta a la verdad
y se entroniza en el alarde la apariencia
tratando de desmoralizar con grandes titulares.
David, a su inexperiencia,
le suma los rudimentos del pastor de ovejas;
Goliat, tras el sueño de un paseo triunfal,
─herido en su prepotencia─
se le indigestan los cálculos biliares
y amenaza con recurrir a fuerzas de disuasión nuclear.
Todos ocultan la sangre con silencio profundo,
pero las heridas no dejan de supurar
vidas que se apagan.
El teatro del mundo mira desde la platea
y amenaza con quitarle al grandullón
la paga de los fines de semana:
está obcecado, huele a sangre y no se sacia,
quiere aplastar al enano
y someter a su rebaño;
seguro que terminará por alcanzar el objetivo,
pero el muchacho no se ha mordido la lengua,
aunque la tiene morada y mordida de impotencia.