Hay poemas que no terminan
nunca.
Por la curvatura de su
cansancio
pasa de largo ante mí.
El silencio guarda todas las
palabras
sobre la cuerda
de su circunferencia
con el cabello al viento;
mientras la vida estalla en
las marismas
y tus manos
aprenden a reconstruir las
orillas de mi piel.
Las manos posan sobre manto
de trigo
que nunca llegó a verdecer
y un hueco de tu profunda
espiral
abrazándote al vacío de su
pecho
se ha escondido en el lado
oscuro del pijama;
con su luz en tinieblas
se escapó el lado tierno de
los días
y comienzo a caminar.
Es implacable como la verdad,
ya que nada duele más que la
tristeza
─siempre viajera en tus
zapatos─
que se alimenta de la sangre
que no se bebe la tierra,
cuando el sol incendia la
orilla de los suspiros
reflejada en el lago de
hielo de la cocina,
para limpiar su mezquindad.
Ha caído una lágrima de
sangre,
el aire resopla entre las
arrugas
y retuerces los labios
donde las pelusas esconden
mi desidia,
porque la amistad lucía en
las miradas
aferrada a los ejes del
círculo,
para cubrir con humo la
sonrisa.
Hay que llorar con el
afligido,
calzarse los zapatos del
indigente
con mantos estrellados;
siento el frío pegado al
dobladillo de mis huesos
y me lanza su aliento con
gotas de su pétrea saliva.
Bajo el puente,
el desfiladero de la
angustia
se nutre de las almas que
llegan a ella;
no seremos libres nunca,
mientras la oscuridad nos
devora
y nosotros seguimos con los
ojos cerrados.