Por las noches, aunque en apariencia
guardan silencio, se dice que las estatuas
se concitan en animada tertulia nocturna
y disfrutan de asueto en el mutis de la madrugada.
A veces resulta un galimatías de difícil entendimiento,
porque todas ellas tienen afonía de piedra o bronce
desde los tobillos a los parietales
y la rocosa modulación no es lo más perceptible al oído.
Ya no fluyen por sus venas el ardoroso ímpetu
que les llevó al pedestal donde se eternizan,
simbolizando un pasado glorioso
por el que fueron talladas y encumbradas
en la basa del privilegio patrio.
Hombres de brío, militares de gestas memorables,
médicos o científicos cuyo discurso está encapsulado
en las enciclopedias y en los anales de la investigación,
toreros de raza que hicieron del miedo
un lucido capote de paseo,
músicos, conquistadores de tierras extrañas
y algún silente poeta o dramaturgo
sacado de la paz del sueño eterno
y llamado a un revivir imposible
donde la gloria sería ajena y no parte trascendental de sí.
Los noctámbulos dan fe de esto que cuento
y que me fue transmitido con minuciosos detalles
para que se alcance a saber
que la inmovilidad del pasado no es cosa aceptada
sino la secuencia de algunas madrugadas de fracasos,
cuando las estatuas de la ciudad
intentas traspasar la ley del más allá
y debatir sus cuitas a espaldas de quienes duermen.
Se dice, se cuenta, que las estatuas hacen tertulia
mientras la ciudad duerme.