Me enamoré de Estambul en
los libros;
recuerdo aquellas lecciones
de geografía
imaginando un pie en Europa
y el otro en Asia
y como un mar convulso, la
evolución histórica:
Bizancio, Constantinopla,
Estambul…
Yo nací sobre un balcón al
Mediterráneo
desde dónde, los días
claros,
se veían las montañas del
Atlas;
casi las palpaba en el baño:
aquí Europa y allá, a pocas
millas, África.
En lo más alto de Estambul,
la inequívoca cúpula,
flanqueada por cuatro
minaretes
como esbeltas oraciones de
vísperas al cielo
y un neo bautismo profano
que le arrebató la Cruz.
El Bósforo, los barcos que
van y vienen
con sus mercaderías de
oriente a occidente
y sus caminos de vuelta;
las teterías, los cafés con
posos
de lecturas tan imposibles, tan
fantasiosas…
El futuro queriéndose hacer
presente
como en un renacido Delfos;
en el Gran Bazar, las
especias y las alfombras,
el gentío multicolor…
Y en competencia con Santa
Sofía,
la Mezquita Azul y su media
docena de alminares,
guardia pretoriana que la
circunda y vela
y la hace visible desde lejos.
Me enamoré de Estambul en
los libros
y en ellos sigo paseando
este deseo por cumplir.