El 18 de mayo de 1896, con motivo
de la coronación del zar Nicolás II, estaba prevista una celebración popular.
Se anunció que se regalaría una taza con el retrato del zar y un paquete de
dulces a todo aquel que acudiera al evento. La afluencia fue tanta, que más de
2.500 personas perecieron aplastadas por la muchedumbre. Así fue el sangriento
comienzo del reinado del último zar de Rusia, tal vez un presagio de su
sangriento final: Nicolás II sería fusilado en 1918, junto a su esposa y sus
cinco hijos en Yekaterinburgo, en casa del mercader Ipátiev. Curiosamente, como
si de un círculo se tratase, el primer Románov, Mijaíl I, había sido coronado
en el monasterio Ipátiev. ¿Una coincidencia, una premonición, un capricho del
destino?
Lo que posiblemente no fuera tan
casual, a la vista del modo de vida excesivamente regalada de los zares, son
los acontecimientos de la Revolución; al menos puede uno llegar a esa hipótesis
cuando contempla los tesoros acumulados en el Kremlin mientras el pueblo estaba
pasando auténticas calamidades. Lo que puede verse hoy, tras la desaparición de
la URSS, es una colección única de orfebrería de altísimo valor histórico y
material que cuenta además con piedras en bruto y talladas, con gigantescas
pepitas de oro y plata. Algo tan deslumbrante que es difícil imaginarlo sin
haberlo visto. El fondo de diamantes es hoy día un apéndice del museo de la
Armería del Kremlin.
Ese comienzo y final sangriento
del último zar de la Rusia vino a ser la puerta de acceso al siglo más trágico
de la historia de la humanidad. Lo paradójico es que esas muchas muertes en los
campos de batalla y los millones de represaliados no han servido para que el
pueblo mejore su situación: la Revolución vino a representar para el pueblo
fuertes restricciones y escasez, adobada con ardorosas dosis de idealismo
social, mientras los dirigentes gozaban de otras prebendas.