¡Oh llaga que amor deja
cual herida incurable!
Yo tengo en mis extrañas dibujada
una severa queja
ciertamente inestable:
¡Oh dulce panal, miel insuperable!
¡Oh llaga que amor deja
cual herida incurable!
Yo tengo en mis extrañas dibujada
una severa queja
ciertamente inestable:
¡Oh dulce panal, miel insuperable!
Un monosílabo,
un nombre común
que se hace obsesivo
cuando hay hambre.
Son muchos los hombres
que pasan hambre,
también los niños;
son muchos los hombre,
y los niños,
que tiran cada día
pan duro
o
se lo echan a las palomas,
o a los perros.
¡Qué duro tener hambre sin pan!
¡Qué ocioso tener pan sin hambre!
Existe otro pan,
el consagrado,
el que nos induce
a partir y compartir el pan;
pero andamos enredados
en el posesivo:
yo, mi, me, conmigo…
Y nos olvidamos
del mandato del pan consagrado:
Este día nació entre bostezos
con irisaciones grises,
casi opacas,
pero pronto se desperezó del lastre cansino
y nació la luz entre alborozos,
como nace la esperanza
o una chispa iluminada
del choque violento de dos trozos de pedernal.
Se echó por los hombros la capa azul,
la de los días solemnes,
y hasta los seres más diminutos
salieron de sus escondrijos
para contemplar el espectáculo.
Cuando no cabía mayor asombro
ni alborozo,
bajaste la escalera a sabiendas de la sobreactuación
y el glamour desbordó al día
por la puerta de servicio.
Eras un manantial de agua burbujeante y pura,
el relumbrón que todo lo despeña
por los atajos de lo superfluo,
el racimo de todo lo sutil de todas las apetencias,
el alfa y la omega que había visto en sueños;
por eso me fue fácil identificarte
y anclarme a ti con vínculo eterno.
Este día nació entre bostezos
con irisaciones grises,
casi opacas,
pero pronto se desperezó del lastre cansino
y nació la luz entre alborozos,
como nace la esperanza
o una chispa iluminada
del choque violento de dos trozos de pedernal.
Se echó por los hombros la capa azul,
la de los días solemnes,
y hasta los seres más diminutos
salieron de sus escondrijos
para contemplar el espectáculo.
Cuando no cabía mayor asombro
ni alborozo,
bajaste la escalera a sabiendas de la sobreactuación
y el glamour desbordó al día
por la puerta de servicio.
Eras un manantial de agua burbujeante y pura,
el relumbrón que todo lo despeña
por los atajos de lo superfluo,
el racimo de todo lo sutil de todas las apetencias,
el alfa y la omega que había visto en sueños;
por eso me fue fácil identificarte
y anclarme a ti con vínculo eterno.
Hoy tengo la mirada sin brillo
y hasta se ha dilatado el horizonte
para hacerlo más lejano, más complejo,
más desabrido, más indefinido.
El músculo somnoliento
y hasta con residuos
de un esfuerzo que ya me viene grande,
como estas ojeras que me delatan.
La apatía se renueva en cada inspiración
y me siento hoja otoñal, débil y ojerosa,
a la espera de un soplo de brisa
para pendular hasta el suelo
en caída libre y macilenta.
Soy metal sin brillo,
mariposa sin alas,
campanilla afónica,
mecha sin aceite en un candil reseco…
¡Y yo que me había propuesto
una pasada galante en tu presencia
con la que encandilarte!
Es cierto, con los ojos entornados
se trasciende el paisaje
y se licuan todas las fronteras,
no hay lindes, ni mojones,
ni límites que coarten los sueños.
Como la encina o el pino
no se auto limitan ni a lo ancho ni a lo alto,
como el espliego satura el olfato
y condensa las pituitarias,
como el fin de semana
acaba en atracón indigesto,
así de expansiva es la imaginación
para quien entorna los ojos y sueña.
Y tú, ante el espejo,
contemplando tu desmesura desmedida
y culpando a la moda
de la esclavitud de las tallas
y sus estrictas variables.
Con los ojos entornados,
caminando por un idílico camino paralelo,
la vida es menos vulgar, menos soez
y hasta mucho más placentera.
De la posguerra aprendí a guardar silencio,
a dar gracias por haber llegado tarde,
a eludir palabras sonoras
que pudieran haber sido aprendidas
en el entorno familiar,
a captar los conocimientos de la enciclopedia Álvarez,
a usar la caja de lápices Alpino,
a corregir y borrar y a pedir perdón,
a saber escuchar
cuando los mayores hablaban en voz baja
y a silenciar lo escuchado a todo trance.
Aprendí que la letra con sangre entra
y que un sopapo es la alberca materna
derramándose por el rebosadero.
Aprendí también el Pan nuestro de cada día,
a besar el trocito que había caído al suelo
y seguir comiendo y dando gracias.
Aprendí que nada se alcanza sin esfuerzo
y a ser aprendiz para toda la vida.
Al volver la página
una pelota me impacta en una pierna
y se me cae el libro de las manos,
un niño sudoroso me pide perdón
con la boca pequeña y sale corriendo.
No es difícil leer en la Alameda,
lo complejo es sacudirse
del murmullo y la agitación
de ese mundo paralelo
que parece inexistente
cuando leo en casa,
encapsulado en un ideal inexistente.
Bicicletas y patinetes
al libre albedrío de la jungla,
aunque desplazamientos ágiles para otros.
En las terrazas se escancia
en cantidad y velocidad inusitadas.
Un escote generoso tiene por misión
mostrar el laberinto
donde los tatuajes desamortizan lo físico.
Dos chicas caminan amorosamente de la mano
y unos mayores las miran con añoranza.
Un malabarista inexperto
ensaya su soñado debut en el circo,
mientras en un banco cercano
descansa un pordiosero, su hatillo y su perro…
Vuelvo al libro;
no encuentro la página
y me voy de nuevo al comienzo
del capítulo cuatro: Seamos epicúreos.
Llueve, aunque solo en mi deseo;
la brisa se agita entre las ramas
y en especial en el rellano de mi anhelo.
Amarillea el ocre llamando a rebato
antes la inminente caída.
Como las personas en las playas,
en el parque ha comenzado la desnudez
y el color cárdeno es el anticipo
de la desbandada por los suelos.
Han desprecintado la fuente y vuelve a correr
con la misma alegría que los niños chapotean
los charcos camino de la escuela
y sus madres se desgañitan en vano.
Todo es verdad, aunque en los recovecos
de la memoria, y esta se excita y se remueve
tratando de ser finalmente actualidad.
A mi nieto Alberto.
No es su nombre, pero él la bautizó como
“La Playa de las Rocas”.
Todavía no se había encontrado a sí mismo
y ya se afanaba en buscarle la identidad
a cuantas criaturas marinas vislumbraba.
Él les adjudicaba nombres
y yo afirmaba para su contento
como si de un biólogo marino se tratase.
Entre las rocas, empezó a distinguir,
despistado por la difracción de la luz
y el natural del nácar,
la belleza de algunos cuerpos adheridos
que no escapaban ni eran escurridizos
como los pececillos que se les escabullían.
No entendía como seres tan pequeños
estaban tan fuertemente unidos a la roca
y cómo sus mano mínimas
eran incapaces de separar aquellas lapas
ligada a la piedra contra viento y marea.
La mar no dejaba de emitir su música
por entre las oquedades y él
de todo se iba maravillando.
Cada piedrecita era una joya,
un lustre, una luz cuyo reflejo cambiaba
al salir del agua,
pero seguía evocando el recuerdo de lo vivido.
De entre todo lo acumulado,
una caracola de un blanco interno impoluto,
tras liberarla del ermitaño negruzco
que la habitaba.
Con no poco esfuerzo, logré que sonara
y esa caracola fue el símbolo de su infancia
y la música de su fecunda imaginación infantil.
Casi a ras de suelo, a veces erguidas
como queriendo sacar el cuello
por encima de la mediocridad.
Humildes, sencillas, originales,
pero sin pedigrí y lanzadas a multicopia
formando una niebla de espesura.
Frágiles y uniformadas en formación,
sencillez y frescura en pocas hojas,
una mirada alegre como de abéñula,
una sonrisa con la comisura manchada
y un guiño amarillo como epicentro.
Simpleza, sencillez, humildad, esplendor,
como muchachada jovial, que del brazo,
son el foco de todas las miradas.
Felices, frescas, fugaces, flor sin fruto,
fidelidad fidedigna y festiva
en el común discurrir de la vida.
Un regalo de la creación, un foco
que nunca pasa desapercibido,
como tilde que acentúa
el agradable envés de la vida.
Te vi en medio de la muchedumbre
desde la trinchera de mi mirada.
En principio eras una más,
pero la brisa te agitó la cabellera
y a mí me despeinó el corazón.
Al rubor le siguió un escalofrío
como al relámpago sigue el trueno.
Un sudor frío escaló o descendió mi cuerpo
por vericuetos inimaginados,
poniendo en fuga cada célula,
cada gota de sangre en desbandada.
No me sentía el pulso. El reloj
congeló el tiempo en medio de la efervescencia.
Sentí el abandono en cada célula.
Tan solo la mirada se hizo terca
y no me abandonó en ningún instante,
entonces asumí el exilio como salvación
y supe que era en ti, en tus brazos,
donde debía encontrar refugio para siempre.
Tu sonrisa es una cascada de espuma,
un aluvión de agua de manantial
que inaugura y transforma
mi vida y se engarza a la tuya
como criatura dependiente.
Cuando sonríes bajo la guardia,
me entrego,
se hace vulnerable el vigor
de mis seguridades
como derramada
e imposible de rearmar de nuevo.
Mi debilidad es tu fortaleza indeformable,
el aluvión de nácar
que nace en el volcán de tu boca
y me vigoriza o me achicharra.
Uno imagina que en la madrugada
vive el vacío,
esa oquedad donde todo es más perceptible,
pero se ha tomado una pausa
para facilitar el descanso.
El farol de la esquina
sigue tercamente encendido
hasta después del alba,
de vez en cuando un automóvil
del que se desconoce procedencia y destino,
a cada rato unos voceadores
que han hecho de la madrugada
residencia habitual
y el camión de la basura,
con su estridencia singular y extrema
y su pauta casi regulada
cumplidora de un cuadrante
en una mesa de despacho.
No así los perros, estos no siguen un patrón
sino que ladran por libre
ante las molestias externas.
Sin pausa. Quienes nos ignoran
no tienen un momento de sosiego
y fluyen sin pausa como un derroche obsceno.
A Marisa Jiménez, con mi agradecimiento por su fotografía.
Esquivo, casi en el horizonte,
dilatado como mancha de aceite
que se desparrama por absorción,
pero sin fuerzas para herir,
tan solo es guiño molesto
en la ventanilla delantera del coche.
Luz dorada, sin fuego,
que tinta el asfalto con reflejos áureos
y certifica en la memoria
la ruta tantas veces recorrida.
No hay dos viajes iguales
como tampoco la trayectoria del sol
es siempre idéntica.
Solo Bach. Tan solo Bach,
en la memoria de la grabación
es siempre el mismo
y envuelve de solemnidad
remansando la agitación,
la monotonía
y los riesgo del tráfico rodado.
Nostalgia. “Saudades” salina,
la mar merodeando
en los entresijos de la infantil memoria,
lanzando estachas
a la que asirse y revivir
la melodía de su balanceo
y los acordes rítmicos
con la elegancia estelar de las sirenas.
Un coro de gaviotas
vocinglero y cotilla
que ojea y divulga sus impresiones,
sin la constancia de la languidez
o el frenesí del pulso
que derrapa en cada ciaboga.
Nostalgia. La mar,
un sueño inoculado en el alma,
enquistado de por vida.
Me he quedado
apenas con un pronombre
de tercera persona
que no he logrado identificar,
como un barco sin bandera
en medio del mar.
El verbo, cuando pude reconocerlo,
era intransitivo,
y
vacilante como balsa al pairo
que casi se hunde.
En este estado de inacción,
movido por las olas de la duda,
me quedé sin predicado
y solo acerté a refugiarme
en la oración.
Mientras su vida,
tantas vidas a diario,
siguen soñando cruzar el Hades salino
al cara o cruz de la fortuna.
Se nos ha hecho tarde;
para seguir sesteando
ya casi madrugada.
No hay camino de regreso,
tan solo merodea el pasado,
pero no logra avanzar hasta el presente.
Mera ilusión
que siempre acaba en fracaso.
La vida no admite ensayos,
ni bucles oníricos,
ni cortes, ni repeticiones
como en el cine.
Avanzamos.
Siempre avanzamos,
aunque a veces a lomos de nuestros errores
que nos devuelven
al punto de partida.
Avanzamos.
La sociedad siempre avanza,
aunque algunos
no hemos salido todavía
del Cromañón
y ya anochece en nuestras vidas
por la rutina de la inercia
y sin remedio.
En septiembre
el sol ya se ha escorado,
además de retirarse a descansar
al menos una hora antes.
Sopla dulcemente el Levante
y las olas juguetean
y se han cambiado de peinado.
Luce el sol,
pero las noches son plácidas de dormir.
No hay personas repetidas,
como no hay dos días iguales.
Similares sí,
cada una con su sesgo
y personalidad, su huella digital
y su tirabuzón de ADN.
Las playas airean los cuerpos
y las redes sociales
la intimidad de pensamiento
y sus carencias.
Septiembre es un tránsito
entre la vendimia y la solera,
entre el orto y el cenit camino del ocaso.
Y apenas llega, dulcemente el río,
como instrucción intuitiva
que le enseñaron sus ancestros
en el seno genético de cada molécula,
toma su punto de sal
y salta a compás con brincos
en cada ola que juega en la playa.
En el vaivén, ya hermanadas
en su punto de sal,
comienza el juego y la alternancia,
un simulacro de dudas
en las que hacerse singular
y diluir lo particular en lo genérico.
Recuerdo que mi calle
tenía otro nombre rotulado
y sobrevenido
que nadie pronunciaba,
pero le llamábamos de la Fuente
y ahora es nombre propio.
Era muy empinada
y el suelo era de piedras.
En mi infancia las piedras
estaban muy a mano,
de ahí esta jura
como segunda coronilla.
Las fachadas eran de piedra y barro,
pero muy gruesas
y enjalbegadas de un blancor impoluto,
donde el tesón de las madres
daba el do de pecho.
Las puertas eran un artificio,
siempre abiertas y,
por las noches,
las sillas se sacaban a la calle
en amena asamblea abierta.
En un tiempo de escasez,
mi calle olía a pan
y era encuentro recreativo
donde se jugaba infinitamente.
Habían pocas cosas que guardar,
de ahí lo de las puertas sin oficio,
pero la felicidad corría calle abajo
como corría el agua
los días de lluvia por entre los guijarros.
El silencio y el alboroto
son música de un mismo origen,
cara y envés de la misma partitura:
hay quien pasa de puntillas,
como volátil estrella de ballet
que besa el aire sin rozarlo
y quien organiza un sarao
con ecos de marabunta
y se desgañita
sin importarle interrumpir
el descanso de quienes duermen
o pelean con la almohada
tratando de abrazarse al sueño.
La misma situación,
dos actitudes.
Tal vez los mismos que arrojan al suelo
los restos de sus gozos
y de sus sombras mezquinas,
los vómitos de una educación deficiente
porque ya vendrá quien limpia
y le llamarán a medio día
cuando todo esté servido.
La prudencia es silente,
piensa en el otro y baja el tono:
la mala educación
es ese suspenso general
alcanzado con méritos sobrados
en la escuela y en el hogar.
Tal vez por eso,
dice el saber popular:
“de tal palo, tal astilla.”