En su mente, un abanico de
colores
que se derrama por la
Axarquía,
donde la higuera, el
almendro y la vid
son caprichos anillados a su
paleta juguetona
y una suerte pastel de matices
que reinventan lo bello
y lo enriquece de nueva existencia.
En su puntillosa pulcritud,
un manejo escrupuloso de sus
pinceles
sembrando los cerros de
vegetación soñada:
ahora olivares de la tarde
como olas cromáticas,
después almendros en flor
que juegan a los destellos
con las sombras pardas
y los celestes desparramados
por las pendientes;
luego amapolas irreverentes
sobre azur,
que aúpan el caserío en el
otero.
En los recuerdos de
juventud,
una palmera que se asoma como
enseña
por entre los muros
enjalbegados
al final del camino,
al tiempo que serpea entre
vides
y se encaraman detrás de
cada revuelta ascendente.
Sábanas tendidas en el
almendro,
paleta de azules esparcidos
por las lomas
y vertidos con ingenuidad
infantil;
rosáceos cielos que culminan
la sencillez
de lo cotidiano
como endulzando el esfuerzo
de arrancar a la tierra el
mejor de sus frutos
en las escardaduras.
Brumas, sombras grises,
nieve coronando las cimas
lejanas,
y en lo inmediato,
un festín de colores sacados
uno a uno
de la varita mágica de los
ensueños.