Don José era un hombre de magna
talla
para la época, y uno de los
escasos
sobresalientes del pueblo,
junto al médico
y un escaso número de
mediocres.
La vida rural era iletrada y
su mirada
no llegaba mucho más allá de
las propias lindes.
En cambio mi padre era un
campesino
que leía cada noche y
disfrutaba
con el teatro radiofónico en
su viejo Inter
de válvulas que todavía
conservo.
Un aula única para todas las
edades:
los neolectores y los
zagalones.
Sobre el encerado un
crucifijo y como escolta
los retratos de Franco y
José Antonio,
el mismo nombre con el que
rebautizaron mi calle.
Don José era un maestro
severo,
pero así de rigurosa era
entonces la vida
y hacia él atesoro esta
vieja admiración
por sus conocimientos, por
su letra rotunda
y certera corrigiendo en
rojo los dictados
o con la destreza caligráfica
en la pizarra;
también por su inclinación
hacia mí,
aunque en alguna ocasión me
llamase tonto.
Un aula, un espacio
reconvertido
para todos los niños y
muchachos del lugar;
una letrilla para aprender
la tabla de multiplicar,
otra letrilla para la
conjugación de los verbos
o las preposiciones,
y la regla y el castigo como
amenaza.
Don José puso los cimientos;
luego la vida
me fue edificando sobre esas
primeras piedras
y así he llegado a esta edad
donde el peligro
es olvidar tanto los
orígenes como el destino.