Me despertó el rumor de las
olas,
ese vaivén incesante
con el que la mar juega
a hacer que se sale del
plato azul
como si quisiera trasponer
al otro lado de la duna.
Esa música siguió
acariciando mi oído
durante ese tiempo
indefinido
del duermevela,
mientras me desperezaba
y desembarazaba de las
sábanas.
Anticipo vivido. Tal vez
soñado.
No estoy seguro de ese
tiempo incierto
hasta salir de la cama
y restregarme la cara con
agua y jabón.
Ya en la playa, ese repelús
de las primeras luces
desperezándose
por entre el cielo y el
agua,
premonitoria de un día
despejado.
En los pies desnudos la
caricia del agua
y esa leve resaca que juega
y adentra
para desequilibrarte e
improvisar el baño.
No hay meta. Andar de frente,
hacia el levante,
hasta que los rayos de sol
hieran en los ojos y haya
que dar la vuelta.
El ocio es siempre
caprichoso,
pero si se busca en la
naturaleza
y en las cosas sencillas,
es doblemente reconfortante:
ahí está la banda sonora de
lo ancestral
y también lo conocido y
eterno.