Donde
está tu tesoro, allí está tu corazón.
(Mt 6, 21)
En
el crepúsculo de la vida,
era
un recipiente de sangre,
grasa
y huesos;
un
desajuste orgánico y decrépito,
un
nudo correoso
de
ambición insatisfecha
que
se perdió el estallido silencioso
de
la flores al amanecer,
la
música constante del mar
o
el aroma de la dama de noche
─como
ráfaga ciega─
cuando
las sombras pesan más que la luz
y
los sentidos se vuelven perezosos
buscando
el descanso.
Nunca
apreció la danza
de
la amapola en el trigal,
sin
evaluar la cosecha;
amasó
panes con sémola de dinero:
a unos
les creció el moho de la devaluación
y
otros los colocó de forma preferente
─con
artes de ilusionista─
y
se fueron por el desagüe de la codicia.
Alcanzó
cierto poder, mas no prestigio;
le
molestaban los juegos, el ocio,
el
griterío jubiloso de mis nietos,
la
asechanza de sus hijos
y
el gesto de victoria de yernos y nueras.
Parecía
oler a catafalco;
ya
no había tiempo para corregir,
le
faltaban las fuerzas
y su
corazón sonaba a calderilla.