Comencé a tocar la guitarra, pero después de muchas horas de estudio, cuando había conseguido cuidar mis uñas y lacar las de la mano derecha con la izquierda, cuando había superado la media docena de acordes básicos y acompañarme sin desentonar demasiado las canciones de moda, me di cuenta de que nunca podría acercarme a Joan Manuel Serrat ni ser Paco de Lucía, y la dejé dormir para siempre en su funda, ahora polvorienta, y dar reposo a las cuerdas vocales.
Tras la pubertad, con el primer enamoramiento, empecé a deletrear apasionados versos con musicalidad cantarina y ripiosa que eran muy bien recibidos por las musas que los inspiraron; tras el éxito, aunque no el amoroso, osé cantar pequeñas gestas, actos patrios y efemérides que nunca encontraron eco. Emprendí el camino de la pintura y, tras emborronar una docena de lienzos que ni siquiera consintió colgarlos mi madre en casa, arrumbé todo y aún duerme el sueño de los justos el caballete en el trastero.
Hace día me encontré con un viejo amigo con quien no me veía desde la etapa del instituto. Su imagen era la de un triunfador y su currículum el de un hombre brillante; me vio un tanto apocado, casi depresivo, y me aconsejó: ¡Pinta, escribe, toca la guitarra… no te limites a lo que haces con excelencia; vive intensa y creativamente! Y aquí estoy, emborronando, a sabiendas de que no llegaré a ser Andrés Trapiello, Manuel Rivas, ni Cervantes.