No se agita,
nada perturba su discurrir
calmado,
sosegado y sereno,
como si vislumbrara
la todavía lejana costa
en la que entregarse
rendido.
En sus aguas
un batiburrillo de tierras
arrancadas con ímpetu
en su lejana juventud,
de la que trasciende
su acento jienense
y la apertura de las
vocales
que aprendió en el
califato.
También sabe enseñorearse
como cauce de comunicación
entre el mar y la bética
hasta las altas tierras
andaluzas,
hoy constreñido
entre Sanlúcar y Sevilla.
Ahí lo tienes:
garboso,
señorial y altanero,
espejo de sus torres y de
su caserío,
con ronquido a fragua
al pasar por Triana
y torero cuando mira al
Arenal;
con pellizco flamenco,
siempre flamenco,
siempre a compás.
No ruge, no vocea,
Acoge a deportistas y
foráneos,
a quienes ejercitan el
remo
y a quienes se hacen la
ilusión
de un crucero
entre la Torre del Oro
y la Barqueta.
En sus orillas el relax,
el paseo acompañando sus
aguas
o a contracorriente,
como hace él mismo
cuando sube la marea
y pone proa a San
Jerónimo.
Y todo ello sin alardes,
en sepulcral silencio,
dándose,
serenando el pulso
y creando la mística
de quienes nos asomamos
a contemplar tu grandeza.