Amanece. Todavía se
arrastran sombras
dilatadas más poderosas que
la luz
naciente y tímida. Salgo con
sigilo
de la cama envuelto en
penumbra.
Descalzo, siento el alivio
del mármol
ascendiendo por los pies y
regenerándome.
En la terraza, la luz es
claror ascendente
y los pájaros ensayan sus
primeros vuelos
elevando acrobáticos coros
de alegría
animados por el canto del
gallo.
Mi mirada primera es de
queja
por un despertar
precipitado,
cuando el descanso,
sobresaltado,
no había llegado a colmo
complaciente.
No hay tal silencio, sino
espectáculo
de luz y sonido superior al
imaginado:
los árboles son instrumentos
en brazos
del aire; deambulan a lo
lejos dos
trasnochadores a los que les
amaneció
la fiesta y vocean sin
respeto entre sí
ni para los que descansan
todavía.
Se alejan con la cantinela
del “y tú más”
y el silencio natural vuelve
a sus posiciones,
cuando la luz ya se ha
desparramado
y el cielo se torna en débil
azul
con leves brochazos de
blanco
que acabarán por
dispersarse. Amanece
y la danza del sol en su
ascensión
matutina, es gozo
restrictivo para quienes
por deber o devoción
madrugaron.
Amanece mientras despierto
completamente,
un evento diario y en
directo,
siempre igual. Siempre
diferente.