Cuando la vida aún se despereza
de los sueños agitados de la noche,
cuando el día echa un pulso a la madrugada
tratando de imponerse resucitando,
impregno mis ojos de luz primera
y me dedico a oír la música del silencio,
un silencio en el que la vida fluye
con cientos de escalas sutiles o altisonantes:
cantan pájaros que a su vez son respondidos por otros,
gimen las hojas de los árboles frotándose con la brisa,
danzan alas acrobáticas desplegadas por los cielos
y las nubes hacen corro con caminar pausado
como empujadas por una mano invisible;
el día se abre más y más, aunque
la luz aún llega tamizada, tímida, titubeante,
quizás porque viene recordando
el camino de sus muchos amaneceres remotos.
La ciudad me ha atrofiado el conocimiento
y no sé reconocer la música del silencio,
no sé identificar todos los instrumentos de la orquesta;
sin que yo pueda evitarlo, ni tan siquiera acelerarlo,
todo esto ocurre, como en una premier,
cuando todos duermen, cuando la naturaleza
ejerce la monarquía absoluta
de la que el hombre hace por destronarle.