Llegamos a la estación de Málaga
a paso discrecional;
en la Caja de Reclutas
intercambiamos nuestros
miedos
por un saco petate de
tercera o cuarta mano
y una manta donde se habían
arropado
no se sabe qué cantidad de
cuerpos.
Las letrinas de la estación
eran un simple ensayo
frente a lo que nos
esperaba.
El convoy echó a rodar
poco después del ángelus
de aquel lejano septiembre;
las uvas sesteaban en el
pasero
y los campos se agostaban
a la espera de las primeras lluvias.
El viaje carecía de
aventura:
íbamos como corderos
llevados al matadero,
bajo disciplina y conteo
permanente;
sudorosos, apiñados, sin
prisas
y mucha pausa acompasada a
los gemidos metálicos.
La incomprensible cortesía
cedía el paso en apeaderos y
vías muertas
a correos y mercancías.
Pasada la hora de retreta,
en el silencio cuartelario y
en penumbra,
llegamos a un cuartel de
Córdoba,
desde donde reiniciaríamos
viaje
a la mañana siguiente.
En el ensombrecido comedor
nos esperaba algo que no
emparentaba sin rechinar
a una tortilla de patatas
fría
y elaborada con escasez de
todo,
salvo de patatas.
Se había hecho el silencio
y,
al descalzarnos,
el aroma a pies engoló la
voz
hasta lo inusitado del
sopor.
Al día siguiente, una nueva
jornada
de parsimonioso chachachá,
con Almería como destino
intermedio
y Sidi Ifni como meta final.