No hay satisfacción mayor que verse superado por los hijos.
Érase una vez, en una ciudad del sur, junto a la costa, que vivía una familia. La ciudad tenía un gran puerto, y hacía su vida en torno a él. Comerciantes, pescadores, marineros, tejedores de redes, todas las mañanas el puerto era una extraña y bulliciosa colmena repleta de actividad.
De modo que no es raro imaginar que el hombre de la familia que hablamos fuese marino, y trabajase en un barco de la flota mercante.
No hacía mucho tiempo que estaban casados, cuando él tuvo que salir de nuevo a una larga travesía por mar. Siendo joven no le había importado en absoluto alejarse mucho tiempo del puerto, pero ahora le costaba despedirse por largo tiempo de su joven esposa. Mas hay que cumplir con el deber, por duro que este sea. Los hombres de mar lo saben bien.
De modo que partió con su barco, una mañana de principios de junio, sin saber que la mala fortuna les estaba esperando en forma de olas traicioneras.
Todo había ido bien al principio, el viento favorable les había hecho cruzar el Bósforo antes de lo previsto, y al caer la noche, el quinto día de viaje, estaban a punto de salir del Mar de Mármara y entrar en el Egeo.
El Egeo es un mar extraño y misterioso, sujeto a los caprichos de los dioses. Ya nos lo contaron hace mucho tiempo los poetas griegos de la antigüedad. Antes del amanecer, las nubes se arremolinaron por el oeste, la mar se picó y la brisa se convirtió en tempestad.
Parecía como si el mismo Poseidón, Señor de los Océanos, hubiese desencadenado esa tormenta. La tripulación, sobresaltada por el aviso del cabo de guardia, se afanaba en recoger el velamen para evitar que se rajara de arriba abajo. Pero el oleaje era demasiado fuerte, y les había sorprendido peligrosamente cerca de los arrecifes de roca. El barco cabeceaba violentamente mientras el timonel trataba de mantener el rumbo. Un golpe de mar levantó el barco y lo obligó a inclinarse lateralmente, y la nave cayó a la mala, en el rumbo incorrecto, que lo precipitó contra las rocas que desesperadamente trataban de evitar.
El choque fue violento. Las cuadernas de roble del barco crujieron, quejándose, pero terminaron por ceder ante las afiladas rocas, y se abrió una vía de agua fatal en la bodega de carga. Justo cuando nuestro marinero corría para bajar del castillo de popa a echar una mano en las bombas de achique, una nueva ola monstruosa volvió a azotar el barco contra las rocas, se soltó una polea y la botavara barrió al marinero de la cubierta, empujándolo al mar.
Agua, lluvia, truenos, confusión. Denodados esfuerzos por nadar y alejarse de las rocas. Lo consiguió, sin embargo, pero la marejada le llevaba mar adentro. Tras varias horas, agotado, sentía que las fuerzas le abandonaban, y apenas podía mover los brazos.
Entonces comenzó a hundirse poco a poco, como si todo le pasara en cámara lenta. Bajo el agua, desesperado, se encomendó al Rey del Mar.
- Señor del Mar, poderoso Poseidón, sé que muchas almas de marineros acoges en tu lecho marino, pero aún soy joven, con una joven y bella esposa, a la que no volveré a ver. La dejé llorando en el muelle, y ahora nunca podré besarla de nuevo. ¡¡Ayúdame!! ¡No dejes que me ahogue hoy! ¡No permitas que muera sin descendencia!
Y seguramente, presa del delirio por la falta de oxígeno, le pareció escuchar una pregunta en su cabeza que decía
- ¿Y qué obtendré yo a cambio salvándote?
- Lo que me pidas, mi vida está en tus manos.
- Grande, muy grande es la merced que me pides. Muy grande tendría que ser tu sacrificio en pago por ese favor.
Y con esto perdió la consciencia.
Su cuerpo se hundía hacia el fondo como lastrado por plomo.
De repente, como si esto fuese un poema de Homero, y nuestro marino se llamase Ulises, salió de la oscuridad de las profundidades una extraña criatura marina, de las que sólo se han visto en la mitología, mitad mujer y mitad pez.
Se acercaba nadando veloz hacia el marinero que se ahogaba, y al alcanzarlo puso sus manos en las mejillas y lo besó largamente.
El marinero sintió que el aire entraba nuevamente en sus pulmones, el aliento de la vida. Espoleado, pataleó hacia la superficie, y al salir aspiró una desesperada bocanada de aire. Nunca el fluido atmosférico le supo mejor, si es que es posible sentir el sabor del aire. No lejos de él flotaba un madero, seguramente restos del naufragio. Varias brazadas y llegó con las fuerzas justas para agarrarse a la tabla y dejarse llevar por la corriente.
Despertó en la playa de un pequeño islote, tan abundantes en el Egeo. Había salvado la vida de milagro, aunque estaba solo.
Mientras volvían a él los recuerdos, desechó como imposible todo lo que había sucedido bajo el agua. Las sirenas no existen. No hay un dios del Mar. Seguramente todo fue el delirio de un hombre a punto de ahogarse, su cerebro le había jugado una mala pasada.
Tuvo que pasar en el islote un par de días, bebiendo del agua de lluvia que pudo recoger. Pero el segundo día, un barco chipriota avistó sus señales, y fue recogido por una chalupa.
Tras un par de escalas en Estambul y Sebastopol, ayudado por sus compañeros de profesión, logró llegar a su ciudad a finales de junio.
Muy grande fue la sorpresa y la dicha de ella, al recuperar a su marido que había sido arrastrado por las aguas. Pues la noticia del naufragio del barco había llegado ya aquellas costas antes del regreso del marino. Por fortuna, la mayoría de sus compañeros de travesía se habían salvado. Lograron mantener las bombas de achique el tiempo suficiente para poder echar los botes salvavidas, antes de que el buque se hundiera irremisiblemente bajo las aguas con su valioso cargamento. Lo buscaron desde los botes sin hallarlo, y lo dieron por desaparecido.
Ya en la intimidad de la casa, el reencuentro con su mujer fue profuso en caricias. Sus cuerpos se buscaron con ansia, queriendo aprovechar el milagro de poder estar juntos nuevamente, contra toda esperanza.
Marido y mujer fueron bendecidos, y fruto de su amor nació una hija, que vino al mundo el 21 de marzo.
Ya desde el momento de nacer fue evidente que era una niña muy especial. Y conforme crecía se reveló como una de las criaturas más hermosas que jamás se habían visto en aquella parte del mundo.
Sus ojos parecían dos ojos de buey, dos ventanas de agua de mar. No oscuros como el Mar Negro, sino de azul claro y transparente como las templadas aguas del Mar Caribe. Ojos grandes, como su curiosidad, con pestañas largas y negras, como un manojo de algas. Cuando sonreía, sus ojos brillaban, como el reflejo de las estrellas en la superficie del mar en una noche clara de luna.
Una larga melena de cabello liso, de color miel claro, casi rubio. Su rostro cubierto de pequeñas pecas, que se hacían más evidentes en verano. Y su voz dulce como el tintineo de pequeñas campanillas.
En cuanto a su carácter, era como si por sus venas fluyesen burbujas de agua de mar. Curiosa y de espíritu aventurero, y gran afán de aprender y saberlo todo acerca de todas las cosas. De aprender de todas las culturas.
Y una habilidad innata para la natación. Su padre la llamaba Rusalochka, mi pequeña sirenita. Para él sin duda era lo más precioso y querido del mundo.
Y siendo así, un día, cuando la niña se estaba ya convirtiendo en una hermosa mujercita, el padre tuvo un sueño inquietante.
En su pesadilla, se le apareció el Rey del Mar, Señor del Océano, que le reclamaba el terrible pago de una deuda.
- Yo te salvé de morir ahogado, envié a mis hijos a ayudarte. Y tú prometiste que pagarías el precio que te pidiera.
- Sí, lo hice.
- Pues bien, ya sé que es lo que quiero de ti a cambio. Cuando tu hija alcance la mayoría de edad, habrás de entregármela.
- ¡Pero eso no! ¡MI HIJA NO! ¡Mi mujer quedaría destrozada!
- Te lo advertí, que el precio a pagar sería alto. Te otorgué la vida.
- Entonces tómame a mí, me cambio por ella.
- Demasiado tarde. Bien sabes que además ella tiene parte de mi don. La sal del mar está mezclada con su piel. Me pertenece también, igual que a ti. Tú la has disfrutado en su infancia, ahora me toca a mí.
- ¡NO! ¡Es demasiado pronto, muy poco tiempo!
- ¡BASTA! ¡No oses discutir ni regatear con los dioses! No tenemos más que hablar.
Despertó sobresaltado, sudando, de esa mala pesadilla. No podía ser, no podía ser real. Y sin embargo…
Desde entonces vivió siempre intranquilo y con la sospecha, mientras la muchacha seguía creciendo, despertando la admiración de todos aquellos que la conocían.
El tiempo pasa inexorable, y la mayoría de edad de la chica se aproximaba. Entonces el marinero tuvo una idea que él juzgo genial.
“Tengo que alejarla del mar, para que él no me la arrebate”. Así que, aprovechando que ella demostraba ser muy inteligente y con ansias de saber, resolvió enviarla a estudiar a la capital. “Muchos kilómetros tierra adentro, estará a salvo de su poder”.
De modo que aquella muchacha, aquella sirena en tierra, fue a vivir a capital del reino, la Gran Metrópoli. Relativamente a salvo de su destino, por un tiempo.
CONTINUARÁ…
Carlos Espada García
1 de diciembre de 2013