Conocía cada pisada del camino,
cada huella,
cada brote nuevo
o la frustración no certificada
de uno tronchado por accidente.
Silbaba la música del viento
y el surtido de cantatas
en las ramas y en las hojas.
Era conocedor de todos los vuelos,
de todos los plumajes
y de todos los trinos;
sabía distinguir a las madres
y las blindaba con todo respeto.
Experto en flor y en fruto,
ponía su tacto al servicio
de una poda eficaz, no agresiva,
porque aplicaba su dulzura
a cuanto manejaba.
Bajo su boina,
una mirada franca y bonancible;
y un poco más abajo,
una sonrisa apaisada
que todo lo sellaba.
Así era Juan. Así era mi padre.