Para alguien que como
yo lleva plantillas
ortopédicas,
y la marcha hace tiempo
que dejó de ser atlética,
la ingravidez es el foco
de atención,
el milagro incomprensible
y la evanescencia
después de un deboulés
que sube a los cielos como
algodones
o plumón de ave cuasi
gaseoso.
Su cuerpo es de porcelana,
pero flexible como un
junco;
sus piernas bien fornidas
guardan celosamente el
secreto
de muchas horas de duro
trabajo
con las que lograr tal
elasticidad.
Pirouette, soutenu, piqué,
para rematar
con la fuerza de la pierna
contraria
en un fouetté que sublima la contorsión
en humareda que asciende
ingrávida,
como exenta, salvo de
volumen.
No me canso de mirar y
admirar
el ángulo obtuso de
piernas y brazos,
la flexibilidad sobre
natura
de todos sus miembros
y la elegante armonía y
dulzura
de quien trabaja duro sin
mostrar esfuerzo.