Naces con la cotidianidad
y parsimonia
del cada día. Pero en lo
rutinario de tu ser
hay un suplemento de lo
selecto:
contigo se alumbra una
nueva criatura
y contigo muere todo un
año,
en medio de un jolgorio de
música y alcohol
o en los refritos de una
noche de tele aburrida
y la ingesta de doce uvas
a ritmo de campanas
con las que muchos se
atragantan.
Se cierran los balances y
los libros de caja;
en un ejercicio de
introspección
se prometen actitudes
innovadoras
que acabarán por
transformar la vida:
voy a tomar mayor interés
por el otro,
voy a convertir la crítica
banal
en comprensión y
compromiso,
reconozco que tengo
sobrepeso
y voy a practicar
ejercicio físico sistemático
y a cuidar la dieta como
sostén de la vida;
quizás no llegue a vegano,
pero suprimiré de mis días
los excesos cárnicos,
me haré experto en el
etiquetado de los alimentos,
pondré predilección por
todo lo natural
y haré también algún ayuno
regenerador.
Se nos olvida que después
de la cabalgata
comienza la cuesta de
enero,
y con ella las tentadoras
rebajas…
En la subida nos flaquean
las fuerzas
y con ellas también la
voluntad
y la salud endémica del
bolsillo
nos deja al borde mismo
del precipicio.
Son buenos los propósitos
de enmienda,
pero no es fácil acabar
enero
sin haber desfallecido en
el intento
y tener que asistir al
sepelio de tanto propósito
y a dejarlos morir antes
de comenzarlos.