Todas distintas. Todas iguales:
la amistad es un uniforme interno
que satura el alma de delicadezas,
de interés ajeno y amabilidades;
también de recelos,
pues el alma humana es así de copiosa.
Con frecuencia nace en lo remoto,
en la calle, en la escuela,
en lo común, en especial en el recreo,
en los juegos y en las menudencias compartidas.
La edad es orientativa, pero es cierto
que concita el encuentro,
cuya ligazón o adhesivo surte
de las necesidades reales o aparentes, pero comunes.
La vida discurre por caminos dispares
y aquello que no llegó a ser comunidad
se abre paso con lo peculiar y característico
de cada persona, desde donde nacen las bifurcaciones:
cada una de ellas se inclinó por una profesión
o la vida le llevo por el camino predestinado;
se dispersaron en lo cotidiano,
pero guardaron memoria de los afectos atesorados;
algunas siguieron encontrándose con frecuencia,
otras solo en solemnidades,
pero en general, la trabazón sigue ejerciendo
los lazos invisibles de tal uniformidad.
Llegaron a maduras, a madres, a vidas dispares,
pero en cada encuentro surge la chispa
de aquellos juegos infantiles
donde se tomaban de la mano o se abrazaban
o compartían la merienda,
y ese es un calor que jamás se disipa.