Silencio. Incendiada quietud estival.
Sopor. Hasta los pájaros dormitan,
han plegado las alas, se han arrullado
en el duermevela de la sobremesa.
No hay brisa que agite las hojas
de la avenida. Por fin llega.
Llega el autobús con gran estruendo:
agitación metálica en la carrocería,
agitación entre los pasajeros
por hacerse con un asiento;
los tullidos se creen merecedores
de reserva garantizada,
no así quienes se han fatigado
en el trabajo, el deporte o el ocio.
Cada uno se mira a sí mismo.
Una orquesta metálica se desplaza
y un coro de vocingleros desafinados
pujan, no sin esfuerzo,
por hacerse oír. Una jaula de grillos,
un cónclave de vociferantes desafinados
en estridente porfía. Me siento aturdido.
Se detiene. Me apeo. Se alejan
el metálico fulgor y el coro desafinado,
devolviéndome la paz y el sosiego.
Silencio. Quietud. La arboleda sestea
esta tarde de mayo que sueña en estío.