El aire estaba putrefacto antes del primer disparo. Las madres sabemos qué es lo que están maquinando nuestros hijos antes de que éstos se alisten, porque algo en nuestras entrañas se arruga hasta sentir un dolor insoportable que nos acerca al borde de la misma muerte. Parecía que el mundo entero nos había vuelto la espalda y estaban saltando por los aires la brizna de esperanza que pretendían traer a Libia aquellos que se levantaron contra el régimen, pero llegaron en la víspera y soltaron metralla que ellos llaman selectiva y nosotras dudamos de tanta precisión. Llanto y encierro; ocultamiento y llanto por mis hijos y por los hijos de todas esas madres que lloran a uno y otro lado del fuego.
El desierto es una duna de muerte donde el viento sólo trae fétido olor a cadáveres, vidas que sajan mi vida, vidas que claman ante un espectáculo tan desolador. No hay suministros, sólo carencias y hambre; cuerpos retorcidos entre los restos quemados por el fuego aéreo. Una vez más, el poderoso, desde su atalaya, señala con su dedo el sendero de la muerte ajena y se mantiene en la cúspide como buitres carroñeros que aguardan al festín de los despojos, mientras las madres lloramos la muerte de todos los hijos: los propios por el desgarro que el sonido de las bombas infiere como hierro candente en nuestras entrañas; de los ajenos, porque no hay muerte de un soldado sin extremo dolor materno.
Todos van ganando; todos dicen falsedades. A estas horas no sé cuántos de mis cinco varones siguen vivos y cuantos han teñido con su sangre las arenas, esas manchas como de tinta roja que quieren lavar mis lágrimas. Salgo del escondrijo y un amasijo de escombros e hierros retorcidos presentan una imagen fantasmagórica donde se ha ausentado la vida. Todo está calcinado hasta donde alcanza mi vista. Entre los escombros, restos humanos descuartizados y chamuscados. A escasos metros, lo que fueron tres camiones que han sido diana del fuego enemigo; de dos de ellos aún salen llamas de los neumáticos que elevan al cielo una humareda infecta negra y pestilente. Restos humanos, muchos restos humanos esparcidos por todos sitios; no hay supervivientes, no reconozco entre tanto despojo la identidad de ninguno de mis hijos, pero sigo llorando por los sufrimientos de tantas madres. Oigo voces y me acerco con mucho cuidado: sobre un tanque calcinado media docena de jóvenes ondeando la bandera, una victoria de unos sobre la muerte de otros. En la guerra, unos hacen cantos de gloria sobre la sangre ajena derramada, mientras las madres lloramos todas las muertes de todos los hijos.