Este es el motivo de este viaje a Marbella. Lo que publico a continuación es mi aportación a esta revista.
Yo era un niño feliz en mi Ojén natal, conocía todas mis fronteras y el mundo acababa precisamente entre la salida del sol por la Sierra Parda y su ocaso por Sierra Blanca; al norte Juanar y al sur el mar extenso y lejano, ese desconocido que debería ser como un río enorme que se besaba –según la canción- con el cielo en los días claros a la altura de río Real. Mi maestro, don José Alcalá, nos hablaba de otros ríos y afluentes, de otras geografías, pero en la que ya conocía y palpaba se habían desarrollado mis predecesores y era precisamente lo que me aguardaba. Dice Rousseau que a las plantas las endereza el cultivo y a los hombres la educación. Mi maestro influyó en mi padre para que me enviase al Instituto Laboral de Marbella, inaugurado el curso anterior. Algunos profesores habían ido a Ojén a dar una charla informativa al polivalente Cinema Moderno, de la que mi padre salió convencido que debía aspirar para mí algo más que saber leer, escribir y las cuatro reglas.
En Marbella no eran las cosas muy diferentes, salvo para aquellas personas que comían en buenos manteles y su familia se permitía llevarlos a un internado a Málaga, Ronda o Antequera, de ahí que aquellos primeros cursos fueran una mezcolanza de edades desde los 10 a los 14 años. Recuerdo el examen de ingreso como la vez que menos nervioso me he mostrado en una prueba; no por suficiencia, sino por inconsciencia. Yo no sabía qué era aquello. Era la primera vez que mojaba el plumín en mi propio tintero –aún no había llegado el bolígrafo- y éste era prestado; luego el oral tuve que defenderlo ante un tribunal del que formaba parte el cura de mi pueblo y en mi mente resultó algo así como una confesión de los conocimientos en lugar de los pecados.
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Era la primera vez que veía de cerca el mar. Nada más bajar las escalinatas de la Avenida, a la altura del Balneario de los Sánchez, me descalcé en compañía de los otros chicos de mi pueblo y sentí cómo el mar me arañaba la arena bajo los pies, sensación que para mí sigue anclada a ese punto, me bañe en el mar que me bañe. Pasé la prueba y desde el curso 1956-57, durante cinco años, me familiaricé con la Alameda y la Avenida tanto como antes lo estaba con la calle La Fuente y la Plaza. Y aunque todo era novedoso -ya me he referido a mi párroco, aquí profesor de religión-, el profesor de dibujo, don Fernando Alcalá, era de alguna forma una continuidad de mi maestro, de quien era hermano.
Marbella distaba entonces de Ojén dos horas de dura caminata, con buen o mal tiempo, lo que hizo que mis padres buscaran el auxilio de la familia para que me alojaran de lunes a sábado. A veces había suerte y uno de los escasos camiones nos acortaba el camino, a cambio de que al parar en la cantera le ayudáramos a cargar las piedras, para después volvernos a subir sobre la carga. No eran tiempos fáciles, pero sí felices. Cuando recibía el favor de algún camionero, resultaba que llegaba a la Avenida mucho antes de la hora de comienzo de la primera clase. A Juan, el jardinero mayor, le temía lo suficiente para no querer ocupar uno de aquellos bancos de ladrillo visto aunque a esas horas estaba todo el entorno desierto; entonces me iba al Muelle de Piedras y me entretenía dando alcance a algún cangrejo y sorteando los detritus humanos que aún no habían sido arrastrados por el envite de las olas. En otras ocasiones, me invitaban la gente de la mar a halar de la tralla para subir la jábega hasta vararla.
Las circunstancias laborales me alejaron físicamente de Marbella, lo que hace que haya perdido el contacto con casi todos mis compañeros de curso, pero de todos ellos guardo un grato recuerdo. Al ser de los más pequeños, era llamado por el diminutivo del apellido y en términos cariñosos me sentí tratado por la mayoría de ellos; a los que me ofendieron o trataron de hacerme mal los perdoné y hoy todos ocupan el mismo lugar feliz de mi memoria. Me impactó mucho la celebración del LV Aniversario en el Palacio de Congresos: a los postres se fue proyectando las viejas fotos de carné de los alumnos de los primeros cursos –imagino que la mayoría o todas hechas por Pedro Antonio-, y eran numerosos los desaparecidos. Para no extenderme, quiero referirme a Juan Agüera, quien solía venir en bicicleta desde San Pedro y provisto de un bocadillo que guardaba en el pupitre para el recreo, pero que no siempre se lo podía comer porque con frecuencia le desaparecía.
Somos lo que recordamos, decía, y la Tabla Periódica o la Propiedad Conmutativa fueron para mí dos grandes descubrimientos que a lo largo de mi vida siempre han permanecido fieles a la señorita Pepita y a don Jaime. Aunque mi vida laboral se ha desenvuelto por derroteros que no han hecho uso de esos dos conocimientos, sí que van ensartados a la persona de los que los aprendí como las cerezas salen siempre como hilvanadas unas con otras. Algo parecido me ha ocurrido con las prácticas de taller: cada vez que he hecho algún arreglo casero –no pocos a lo largo de la vida-, algún cambio de enchufe por necesidades de la ubicación de un mueble o por llevar alimentación eléctrica donde no la había, así como cortar una balda o rectificar un mueble, allí estaba don Cesáreo con su consejo, su enseñanza y su talante enérgico.
Un día preguntó en clase la señorita Conchita quienes se inclinaban por ciencias y quienes por letras. Recuerdo que de toda la clase sólo nos pronunciamos por letras Eugenio Lorente y yo; luego la vida nos ha llevado a ambos por caminos que no han tenido otro contacto con las letras que las de cambio, a las cuales hemos tenido la fortuna de poder hacer frente. Pero como no podía ser de otro modo, en ella y en mi padre, en su memoria, está mi afición a la lectura y la pulcritud por el trabajo bien hecho. Lo mismo podría decir de don Alfonso, a quien le sigo agradeciendo su dedicación especialísima a imbuirnos en el deleite por el arte: aquellos fustes, aquellas basas y capiteles de los que nos hablaba en sus proyecciones nocturnas no se han desfigurado nunca de mi mente. Es cierto que luego he tenido ocasión de aprender más cosas, pero siempre sobre aquellos mismos cimientos y volutas.
Algo similar me ocurre con don Fernando. Sólo el primer curso se ocupó del dibujo artístico, para el que nunca estuve dotado, pero los cuatro cursos de lineal me han servido mucho para saber expresar lo que demandaba, para interpretar lo que me proponían… Luego se destapó como un enciclopedista que ha dejado tras de sí una obra que le hace perdurar, como también a don Alfonso con su faceta literaria.
En este leve repaso a la memoria, sin espacio para más, dejo mi agradecimiento expreso a todos mis compañeros de instituto y a mis profesores todos, los nombrados y los que no, pues somos aquello que nos cultivamos en la infancia y juventud, más los aditamentos del paso de los días, a lo que no renuncio. Todos vosotros, todos ustedes, sois corresponsables y constructores de mi grandeza y poquedad.