Se acercaba con paso
decidido,
como cabalgando una ola
en la que su melena
se balanceaba
de babor a estribor entre
sus hombros,
señal inequívoca
y ajustada a su
personalidad.
Bella, llamativa, luminosa,
con capacidad
para paralizar todas las
miradas
y hacerlas confluir en sus
retinas,
quizás
en el vértigo electrizante
de su melena
cayendo por la espalda.
Todavía no se oían,
pero seguro que sus
taconazos
eran percutores
sobre el acerado,
al ritmo que imponen sus
caderas.
La línea de sus perniles
de pitillo
dibujan como con rotring
sus sinuosos mulos
y el ajustado perfil
de sus rodillas y
tobillos,
encajados
sobre el empinado desnivel
de sus zapatos de aguja.
¡Oh fatalidad!
La pulcritud de tanto
ajunte
como funda táctil
de su piel,
incapaces de disimular
el roto,
─tal vez intencionado─
a la altura de ambas
rodillas.
Hablan de modas,
pero para quienes lucimos
artesanos remiendos
maternos
en la laboriosidad
de la escasez,
es como mirar con gafas ajenas
y mal graduadas.