Crecí en una sociedad de la
subsistencia,
donde la base de la vida
era el pan nuestro de cada
día,
si bien, algunos no tenían
ni pan.
Un tiempo de ropa heredada
y arreglos transformadores
por medio de las hábiles
manos maternas
que, a pesar de la poca
escuela,
sabía zurcir y multiplicar
las existencias:
una olla donde se cocía lo
que daba
la temporada y se repetía
insistentemente
hasta agotar la cosecha.
Llevé remiendos en las
rodillas
zurcidos en las coderas y el
cuello de la camisa
vuelto para no lucir el
desgaste del roce;
no heredé ropa de mi hermano
porque era el mayor, pero él
quedó saciado
de aquel pueril legado mío
y quizás creció de prisa
para superarme en talla e
invalidar
el testamento marcado de la
época.
El abuelo tenía una huerta
que luego paso a labrar mi
padre
y reconocía las estaciones
por sus frutos
mucho mejor que por el
calendario.
Quizá por eso, cuando hoy
veo
esa desastrosa moda
de romper los pantalones por
las rodillas,
establezco un antes y un
después
en quienes lucíamos con
orgullo las labores
de la hacendosa madre,
y me llevo las manos a la
cabeza
cuando pagan más por lo
cortisqueado adrede.
Creo que muchos de aquellos que superamos los sesenta años, hemos vivido algo de lo que aquí nos cuentas.
ResponderEliminarSaludos
Por supuesto que si, en especial los que ya tenemos los setenta.
EliminarUn abrazo, Emilio.
Toda mi ropa de niño fue heredada de mi hermano mayor. Así que entiendo perfectamente el sentido de lo que cuentas.
ResponderEliminarUn abrazo, Paco.
Cuando mi hermano fue más alto que yo ya estaba yo trabajando y me compraba la ropa, pero quedó atrás ese tiempo de los remiendos.
EliminarUn abrazo, Cayetano