“Quien
a vosotros recibe, a mí me recibe.
(Mt 10, 40)
Tiende tu mano; echa el copo
de tu garra,
fájate en la orilla sin
hacer prejuicios
y dando lo mejor que sale de
ti mismo.
Observa, examina los gestos
de espanto,
contempla cómo esa masa de
miedo
sabe distinguir el Amor de
la guerra.
Vienen del otro lado de la
vida,
del filo de la navaja y la
espoleta,
de unos intereses oscuros,
sembrados;
de allá donde las casas
saltan por los aires
y voltean miembros humanos
con la onda expansiva
esparciendo muerte.
No. No tienen enemigos. Son
ellos;
son ellos mismos que han
sido inoculados
con la división en la que
encaramarse
en el odio por intereses de
terceros.
Eran parientes; vivían en
paz,
─entendiendo por tal,
equilibrio inestable─
pero es muy osado un
asentamiento
sobre un manantial de oro
negro
que provoca babeo en las
fauces de los lobos.
Son más morenos, más cetrinos,
pero sus ojos claman
compasión
y como todas las aves
heridas
buscan el consuelo del
bálsamo:
arráncales las espinas de la piel y cobíjalos.
Hazlo por ti mismo, para que
la muerte
sea absorbida en la victoria:
“fraternidad, antídoto ante la indiferencia”.