Un muchacho gris, a sus pocos años,
buscando con denuedo en el contenedor
cualquier cosa desechada por desconocidos,
es un hombre vacío asomándose al precipicio.
Porta en su mano derecha un gancho metálico,
una herramienta, no un sutil divertimento,
un hierro que pincha menos que el hambre
y que solo a veces es eficaz en el rastreo.
Los turistas habitan las viviendas desalojadas
por la ciudadanía que se salió por la tangente
hacia la anónima y fría periferia. Ellos buscan
en el pasado los lugares señeros de la ciudad,
se hacinan a la música estruendosa de sus maletas
en cualquier esquina y consultan sus móviles.
Antes no eran tan numerosos como ahora
y la ciudad no se había vaciado para ellos.
Cambian los personajes, pero muy poco
las actitudes de las personas y sí el perfil:
antes de esta Sevilla turística y de la rebusca,
ya fue habitado el patio de Monipodio
por los inmortales Rinconete y Cortadillo.