Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y
de
lino fino, y banqueteaba cada día
espléndidamente.
(Lc, 16, 19)
Peregrinos hacia el pan,
hacia el espejismo rutilante de oropel.
Vienen de la escasez, del hambre,
de la tortura de la guerra;
de donde se valora el pan
nuestro de cada día;
de donde el odio es cizaña
que va tintando las voluntades
y asfixiando al trigo que no se molerá.
Vienen de donde sólo unos pocos
pueden dejarse morder el bolsillo
por las mafias,
de donde sus casas han retornado a solar
asoladas y desolados ellos.
Los pobres esperan en origen
el acero del odio, como alivio
inmisericorde hacia la eternidad;
ellos se las prometieron felices
hacia la próspera Europa
y están siendo abandonados y confinados
por la mano próspera que tartamudea
las decisiones humanitarias que no llegan.
Peregrinos hacia el pan, como Lázaro,
como los millones de Lázaros patrios
que, sin desplazarse,
aguardan las migajas que caen de la mesa
donde se acomodan de púrpura.