A José Lorente Márquez
El libro de la vida
te ha presentado su última página
en la cortedad de tus días,
marcándole un gol a las estadísticas
que sólo entienden de promedios.
Hicimos palotes juntos,
deletreamos y hasta
engarzábamos problemas y quebrados
en aquellos pupitres dobles
con tintero central de plomo
rellenos con agua de Los Chorros
y un sobrecito de polvos mágicos
que suministraba D. José Alcalá
—bien agitada— y que tintaba los dedos.
Los lápices Alpino y los plumieres,
además de los juegos en la Plaza,
fueron nuestra común infancia;
luego, la vida nos llevó por senderos dispares
y nos hizo confluir en la edad madura
con problemas de salud:
tú con un corazón achacoso
y yo con mi espalda remacha
de titanio en cuatro ocasiones.
Dan nombres raros a las enfermedades raras,
pero la única rareza,
lo difícil a estas alturas de la vida,
es seguir perdiendo amigos
o ganándolos para el encuentro final.
Has dejado José, una trayectoria serena
de hombre templado, ecuánime y pacífico;
hiciste de la paz una ocupación seudoprofesional
de la que sólo te has lucrado en prestigio
y autoridad moral de hombre justo
que te ha debido servir de credencial
allá donde lo que cuenta son las obras.
Nos distanció la vida por sendas diferentes
y ahora nos distancia tu muerte
hasta que la mía nos reúna de nuevo;
tal vez compartiendo pupitre
y poniéndonos al día
de este tiempo de ausencia y misterio.
No es la muerte; la vida es el misterio
que ya debes haber desentrañado.
¡Descansa en Paz, José!