Cada quien tiene sus biorritmos y para mí la noche es un espacio oscuro para el intelecto y para el cuerpo; me marcho a la cama antes de la media noche y me arropo con las últimas noticas del día, tal vez algo morboso, ya que sólo cuentan calamidades, mas entre apenado y cansado me duermo pronto y profundamente. Procuro tener un último pensamiento para lo trascendente y evito recordar lo aplazado para que no interfiera de urgencias mi descanso; después de las cinco de la madrugada, si acaso, todo es duermevela, y en un amasijo de radio y pensamientos, hago por retenerme en reposo cuanto puedo y termino por levantarme antes de que lo haga la luz del día. La calle es estrecha y no me deja ver el horizonte, algo a lo que no termino de acostumbrarme.
Es el momento de dar gracias por un nuevo despertar. Con frecuencia llego al escritorio con alguna idea que desarrollar, pero suelo aplazarla hasta después de haber tomado conciencia de mi realidad limitada y meditar durante media hora más de lo divino que de lo humano. Reconocido en mi pequeñez, tomo impulso y enciendo el ordenador. La luz de un flexo ilumina el tablero mientras el resto de la habitación queda a oscuras. Tengo un sillón confortable que me recoge y guarece la espalda. En el estante, sobre la mesa, un crucifico, la agenda, el DRAE, El Quijote, un CD con Nocturnos, de Frédéric Chopin, el Diurnal y una veintena de libros que van rotando según las necesidades.
La ciudad se despereza entre bostezos y el tráfico rodado va anunciando la llegada del día. El Guadalquivir fluye manso y cercano, pero pasa de puntillas bajo los puentes camino de Sanlúcar. En el correo mucha correspondencia por abrir, seleccionar, leer, contestar, borrar; en el directorio los nombres de seres amados a quienes me urge expresar mis sentimientos y que intercalo con otros quehaceres. Aún no es hora del baño. Suelo beberme una botella de agua en ayunas y no puedo dejar de recordar a los millones de congéneres que no pueden satisfacer esa apetencia. Me sienta muy bien beber agua en ayunas y me sienta bien pensar en aquellos que no pueden disfrutar de todo lo que me es regalado; no me urge el café porque me siento bien despierto. Es la hora de leer y asimilar, de escribir y borrar, de releer y corregir. A esas horas el mundo es perfecto y sobrenado imaginando aquello que me propongo. Cada día visito cuantos blogs puedo y me recreo en la capacidad creadora de tanta gente, a veces ni sé a qué hemisferio pertenecen, otras les delatan un vocablo; cada día tengo más lectores, muy gentiles, pero siento en mi nuca sus exigencias y me acelero tratando de no defraudarles. Termino por subir algo a la red, siempre ilusionante, nunca plenamente satisfactorio y apago el ordenador: es hora de asearse, vestirme y repasar el bolso para ir a la piscina. El ejercicio me agota, pero me mantiene algo más elástico y mi cuerpo me sonríe agradecido.