¿Incontenible? No lo creo.
y se sacia en sus propias lindes.
Así de complejo y primitivo
es el misterio del amor:
un dejarse arrebatar
por la fuerza telúrica del instinto.
¿Incontenible? No lo creo.
y se sacia en sus propias lindes.
Así de complejo y primitivo
es el misterio del amor:
un dejarse arrebatar
por la fuerza telúrica del instinto.
Una delgada línea coyuntural,
el visto y no visto de la contrariedad
cuando llega sin tarjeta de visita
y se auto invita.
Esa congoja que constriñe
por debajo del índice de los soportable
y se hace coca, y se anuda a la garganta
como bufanda, como aurora opaca
que se acomoda en hombros ajenos
y acaba por ajarlos o destruirlos.
La adversidad es eso,
ese cuchillo romo que saja
y abre en canal las entrañas
como material traslúcido
en la clausura de lo íntimo.
La adversidad es esa penuria que aflige,
esa derrota en la intimidad
silente de lo oculto que trastoca la vida
y la pone en vilo como mirada que niega
y fríamente rechaza.
Al pasar, con el roce,
se despertó la albahaca
y se extendió su aroma
con la mansedumbre que se expande
el aceite derramado y lo unge todo.
En la hermosura del hibisco
que ayer era plenitud,
hoy duerme el sueño truncado
de una vida demasiado efímera,
que se renueva en la rama vecina
y se imagina el esplendor que sospecha.
En la vereda que lleva a la colina,
el esfuerzo de aquellos que me precedieron,
los sueños de gloria que a veces
se quedan en sudoroso ensayo
y las sorpresas que ofrece
cada uno de los recodos del camino.
En la memoria del mayor
que dormita en breves cabezadas,
algunas lagunas que la hacen frágil
y una historia más que se evade
por algún lugar insospechado para ser olvido.
Un sol difuminado, un sol nocturno,
redondez perfecta y brillo sin fulgor.
Su silencio esconde un secreto cómplice
de confidencias inconfesables.
Sabe de amores y de infidelidades,
pero calla. Calla y guiña por fases,
como quien socarronamente advierte:
su silencio es archivo de su complicidad.
La luna llena es luz no estridente
y serena, candil para los caminos,
guía y celestina de amores ocultos,
La puerta. El deseo es la puerta
que da acceso a la insatisfacción,
esa fuga por la que nada se colma
por mucho que sea el bienestar.
El deseo. Ese insaciable
que desconoce el significado de suficiente
y, en consecuencia,
en lugar de henchir
descubre nuevas apetencias y debilidades
en código de ansias.
“El que tiene veinte quiere tener treinta
y el de los cincuenta quiere tener cien.”
Para el deseo no existe el otro.
Bueno, existe pero como objetivo
de todos sus bienes.
La voracidad del hombre
está en proporción a su deseo
A hoy le debe seguir mañana,
pero le sigue la cantinela,
una calcomanía del hoy,
como a la una le sigue las dos
con su mismo sol ardiente: cantinela.
Mañana volverá a ser una copia,
idéntica letra: cantinela.
Algunos madrugan mientras reniegan,
otros reniegan y llegan tarde;
los viejos se desvelan
porque han dejado de soñar:
todos los amaneceres son idénticos.
Los jóvenes aplican las fórmulas aprendidas
y no le salen las cuentas:
la misma cantinela. Siguen
viviendo en casa de sus padres.
Así, mañana, torpe cantinela,
sigue con letra y música de ayer
Se hace un silencio expectante
y todavía no se ha levantado el telón
cuando el concertino repite una y otra vez
la nota 440: cuerda, metal, madera…
Una pausa seguida de un aplauso
recibe al director que se dobla
reverenciando al respetable.
Un silencio profundo anticipa
el primer gesto con la batuta
y una secuencia de notas,
como en caída libre en el torrente,
acaricia los oídos de la concurrencia.
Los ojos entornados muestran la visión interior
y conducen hacia el pensamiento del compositor
con el intimista mimo
de lo cuidadosamente creado.
Con un leve descanso, casi dos horas
transportándonos al paraíso de lo idílico.
Hay viajes que se anuncian a la estratosfera,
eso que muy pocos pueden pagar,
pero la música es el salvoconducto
que nos transporta al Edén,
sin movernos tan siquiera un grado de latitud
ni tampoco de asiento.
El hombre, manipulador
que se complace en cambiar el paso
al desfile ordenado de lo creado,
en trastocar el equilibrio inicial
subvirtiendo cuanto toca.
Tierra, alimento, sustento, lecho,
despensa y granero, silo y firmeza;
pero a fuer del maltrato evidente,
ruina que se anuncia sin oír el clamor
clarividente de trompas y clarines.
Agua, manantial intervenido e impuro,
arroyo pestilente y río contaminado;
mar basurero, tumba, cloaca salina,
que no salerosa.
Fuego, ardor de vísceras y resentimientos,
quema indiscriminada de rastrojos
y de aquello que se lleva por delante,
incredulidad y despilfarro,
incineración del sentido común,
rayo que raya, que araña el alma
que saja la médula de la cordura.
Aire, soplo, brisa, viento, vendaval,
gradación que arrasa, pirueta
que transporta al naufragio inverso;
cielo imposible de alcanzar, caída libre,
paz transportada, mudanza, desorden,
trashumancia forzada y batacazos.
Cuatro elementos:
Tú que eres el candor
y la belleza plena,
la inocencia en grado superlativo.
Tú que bebes como quién juega
y juegas con el jugo de los besos maternos.
Tú que sigues el curso
de las cucamonas sin malicia
y te reflejas a plenitud
en una mirada limpia.
Tú que eres la perfección
en tamaño reducido
y no conoces la perfidia.
Tú que todavía, un copo de nieve
ardiente e inmaculado,
eres la esencia que ya conjugas
presente y futuro.
Tú que eres la esperanza
de la generación futura,
aprende de mis errores
y mantente por siempre potable
en el cauce del arroyo que vives,
sin pensar a qué mares irán tus aguas.
Ella es un arrullo continuado
y también una carantoña
como primeros auxilios.
Mira. Todo lo ve desde su guarnición.
Observa. Mira continuamente
desde el rescoldo de saberse irreemplazable
en un derroche que no se colma.
Canturrea los llantos,
también los berrinches,
desinfecta las heridas con saliva de sus labios,
seca lágrimas y, si se tercia,
limpia babas y mocos a un tiempo
y todo lo remata con un beso.
Ella es una copla que cambia de letra,
pero no de melodía.
De cuando en cuando un arrumaco,
sin dejar de hacer sus tareas
ni delegar la guarda y custodia.
Un llanto es una alarma,
pero ella sabe distinguir
la rabieta del hambre o el sueño.
Es la hora. Ella nota la pulsión en su seno
y, como si se encontrara
en un lugar recóndito,
saca un pecho de entre blondas ceñidas
y el bebé acompasa la respiración al instante
para no atragantarse.
“Madre no hay más que una
y a ti te encontré en la calle”.
Amanece. La luz se despereza
titubeante y con la tibieza de la duda,
con la timidez de haber olvidado
el itinerario del día anterior.
Por entre los chopos,
badea el arroyo, salta los trancos,
se columpia por las copas arbóreas
y poco a poco gana en intensidad.
Todo está donde ayer,
pero todo es novedoso, osado a veces
y siempre esperanzador.
Vuela un pájaro que no identifico
y, en sus arabescos, describe,
como emulando mi mirada,
mis mismas dudas de ayer
en el bajorrelieve del hoy.
La brisa hace sones silbados
por entre las agujas de los pinos
y se demora gustándose,
recreándose en el roce
con el cosquilleo de un mañana.
Todo es nuevo. Todo un estreno repetitivo,
bajo el guion de una antigua partitura
que conduce a las manos del Creador.
Amanecer a una nueva luz
en la sala de despertar,
salir del murmullo de la nada
para detentar la vida
desde esa novedosa dimensión:
palparse, confrontar la medida del ahora
y saberse a este lado de la Estigia.
En esta ocasión,
el funambulista no ha perdido el equilibrio
y volverá a tropezar, quizás,
en las mismas piedras.
Común, como un sustantivo anodino,
como una señal de tráfico
a la que nadie presta atención
y habita el reino de lo popular.
En sí, es un grito inodoro,
un rubor encendido en medio
de un sortilegio abigarrado y verde.
Un destello, una sonrisa encarnada
que se asoma por entre los hierros
de una verja o hace equilibrio
en el barandal de un balcón
permanentemente asomado
en el que gallardamente se recrea.
Un brochazo ágil y espectacular
que separa el grano de la paja,
que vislumbra, entre lo cotidiano,
salseando y sorteando lo exclusivo
con la fragilidad de lo efímero.
Virtuoso de los vientos,
de todos los orígenes
y hacia todos los destinos.
Lidiador de las alturas,
desde la cota de tu privilegio
─insigne revoltillo─
oteas la rosa de los vientos
con la misma agilidad
que un mortal torpemente parpadea.
Seguro que también sientes
que hay una pulsión que te estremece
cuando la dama de noche,
el jazmín o el azahar
eleva vaharadas hasta tus pituitarias,
hasta la cota de tu empoderamiento.
Mas no te rindes, y cabalgas,
y galopas, según la intensidad,
mientras recreas la mirada
desde el Aljarafe a Palmete,
desde el Parque Alcosa a Heliópolis
como quien guiña a la engalanada que pasa.
Abstracción: las altas temperaturas,
el estío, el sopor de la inacción,
lo reiterativo de los noticiarios,
los medios tan machacones y tendenciosos,
los políticos arrimando el ascua
a propios e incondicionales,
el duermevela de la sobremesa
el sudor emulando una cascada,
una ducha inagotable y fértil…
Abstracción: el sextante de la siesta,
el paréntesis de una realidad en paralelo
que se salió por la tangente
y acabó indemne, totalmente abstraída.
Tenías aromática sonrisa de azahar
y una mirada de terciopelo
que se selló de forma imperecedera
en el pergamino soterrado de mi alma.
Un día, ya distante,
viniste con voz entrecortada,
la tristeza por toquilla
y nos contaste que un cirujano
quería hurgar en la intimidad de tu seno
con la promesa de una reconstrucción
que a todos sería imperceptible.
En la trigonometría del galeno
barajó de forma tangencial seno y coseno
y acabó en un bombardeo químico y sistémico
que terminó por despeinarte
como se avienta una parva
con viento desaforado.
Seguías siendo bella
y la juventud como radical eterno de tu ser.
Con la peluca te volvió la sonrisa
y un destello de esperanza
iluminó tu cara de porcelana.
Sin mirarte, sin palparte,
echabas en falta medio globo terráqueo,
la asimetría femenina de tu estética,
y el vano estéril fue para siempre
un vacío inexplicable.
La ciencia te dio esperanzas
y en el barbecho de tu cuero cabelludo
se comenzó a vocalizar la dormida simiente
como un fértil campo de trigo.
Tenías una sonrisa de azahar,
pero la lluvia que un día mojara tu pecho
fue inundación invasiva
que se extendió por todos tus dominios
hasta dormirte
y a mí me heló el alma para siempre.
Era, y lo sigue siendo hoy, un arrebato.