En numerosas ocasiones,
-también hoy-
he perdido la noción del tiempo
mirando al mar desde la orilla:
las aventuras vividas,
ese ritmo musical y salino
que adormece y envuelve,
el recuerdo amorfo entre lo vivencial
y lo soñado…
La exaltación del azul,
con sus variables de grises y verdosos,
el frescor que acaricia,
la dulzura de los pies desnudos,
el intimismo que integra
y las estridencias de las gaviotas
celosas de cualquier carroña.
La soledad de esas primera horas,
antes de que el sol hiera,
la brisa algo más que fresca
y los hallazgos de conchas y piedras
como perlas de irisaciones caprichosas.
La espera. La fastidiosa espera,
-posiblemente en vano-
y esa duda que deja una espita permanente
soñando lo irreal y lo imposible.
En la orilla del mar me quedo ensimismado.
ResponderEliminarSaludos
Y acompaño tu escrito con Jorge Sepúlveda, evocando lugares y tiempos felices de mis mayores.
ResponderEliminarUna flor es un diamante, que también decía mi madre
También me gusta mirar al mar, pero al vivir lejos de él, no puedo hacerlo con mucha frecuencia.
ResponderEliminarUn abrazo.