Su vida era un largo y prolongado silencio,
una estepa árida, un agostado barbecho,
una mirada entristecida, casi opaca.
Se traslucía una historia no contada
de posibles éxitos y rotundos fracasos,
un dolor invisible en primer plano,
un laberinto tortuoso nunca exteriorizado.
Ojos húmedos, resecos, oxidados,
transidos de terca soledad y espera,
tan viejo como su ropa o su sombrero.
No usaba gafas, pero apenas veía
ni sentía interés por nada. Siempre
de espaldas a la ventana, al día y a la noche,
tal vez perdido en sus lúgubres tormentos.
Su horizonte era un tempestuoso mar sin olas,
un desierto infinito de tumultuosa soledad
hacia la nada, donde miraba sin ver.
Cada arruga un surco, un padecer silencioso,
forjado en áridas noches de vigilia.
Estaba anudado, preso a su pasado
y jamás salía de junto a la chimenea,
donde avistaba sin ver el fuego y las cenizas.
No miraba de frente. Tampoco al infinito,
sino a lo inmediato de sus recuerdos,
donde Adela, su amada esposa,
se había hecho cenizas para siempre
en una noche negra de hospital
y la seguía buscando cada día
entre las brasas, las cenizas y los tizones.
Que la busque en el recuerdo y en los bonitos momentos que tuvieran.
ResponderEliminarUn abrazo.
No le queda otra posibilidad, Emilio.
EliminarUn abrazo.
Que triste poema, que triste la pérdida de la pareja. Saludos
ResponderEliminarCiertamente triste, pero al tiempo muy hermosa la manera de sentir de este hombre.
EliminarUn abrazo.
Es muy triste quedarse solo y lo más triste de todo, es quedarse sin la compañía del amor de su vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
A uno de los dos nos ha de pasar. Así es la vida.
EliminarUn abrazo.
Eso se llama depresión.
ResponderEliminar¡Pobre!
La soledad es tremenda, Tracy, y puede demoler a una persona.
EliminarUn abrazo.