Cuando se deslinda el día y entra en declive
la luz es todavía acopio de matices
que no llegan a herir la mirada,
mientras las cornisas doblegan la visión
con la habilidad de un maestro de forja
y los colores se alambican y pierden brío
ante el forzado recogimiento del ocaso.
Pronto será necesario un artilugio artificial:
una tea, un hachón, una mecha,
un cabo encendido si queremos extender la vida
más allá de sus fronteras naturales.
Ni la expresión ni el resultado
sellarán armonía con los trazos anteriores:
entre los destellos dorados
y las gradaciones plomo de las sombras,
la sutileza del difuminado que todo lo atenúa.
En el límite del día, cuando cae la noche,
la luz es un recuerdo que ha de revivir mañana,
cuando el sol saje la veladura de las tinieblas
y volvamos, una vez más, al punto de partida.
No vamos al punto de partida, el paso del tiempo es inexorable.
ResponderEliminarUn abrazo.
Los días vuelven al punto de partida y nosotros nos salimos de punto.
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