Reverdecido, terso, enmarañado y tierno,
el naranjo suspende sus bolas verdes
a la espera de su fiesta temprana,
y allá en el recuerdo,
el oro de su fruto como joya en la mesa.
En la tarde otoñal, cercana la espera,
cuando todo se hace opaco a la mirada,
el campanilleo transformador
y anaranjado
arracimado en la abundancia,
es silencio donde solo la brisa
ofrece el contrapunto
y evoca el recuerdo del ágape inminente.
Flota en la tarde un gozo luminoso,
una intuición que se adelanta
a llenar la cesta con la apetencia,
a satisfacer el gusto con la mirada,
con la ambición de lo insuficiente;
mientras el aroma a cítrico
invade las pituitarias
y el deseo es bacanal en boca
que se degusta en la memoria
y en cercanía.
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