Agáchate, toca la tierra, estruja, huela;
si la cribas entre tus dedos
vas a sentir el poder transformador
de aquello que serán frutos;
palpa también la piedra,
advierte el cambio de densidad,
comparándola con el fluido del agua;
haz lo mismos con la hierba
y con el pasto seco,
con la brisa que arrellana la maleza,
con la rama caída y con algunas de sus hojas:
la sencillez vive al otro lado de la trivialidad.
Mediocres pueden ser nuestros pensamientos
y nuestras actitudes con el otro,
pero no así los frutos
ni tampoco los componentes de la naturaleza,
ni la compleja artesanía del labriego;
la mediocridad florece
cuando se aspira a alcanzar la excelencia,
no en el trato humilde con el campesino,
con el herrero, con el alfarero,
con el carpintero o con el artesano.
Lo único que puede dar esplendor a la vida
es la sencillez en el trato humano,
la relación cordial con lo que nos rodea,
no la banalidad de subir a un peldaño
desde el que mirar al otro hacia abajo
y respirar ufanía, esa barrera que aísla
y acabará por dejarte solo y sin referencias.

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