El sopor de la tarde
me acunó en un embroque de niebla,
y se me derramó la conciencia
por la borda de estribor.
En tales condiciones,
me acuné en un estar incierto,
asido a la amura para no perderme.
Todo pasó en la mansedumbre
de unos instantes,
mas cuando tuve conciencia
seguía anclado a los orígenes,
sin otro navegar
que el borroso deseo de aventura.
Las tardes de verano son de un tránsito lento,
una inmadurez ingrávida
que mansamente se eterniza
y hasta se resiste en volver a puerto.
A lo lejos, desdibujado en el horizonte,
una carta de navegación
con tachaduras y enseñas extrañas.
Entonces, desde el fondo de mi inapetencia,
recogí el velamen, me plegué
a mis circunstancias y aquí sigo,
a la espera de un tiempo favorable.
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