En casa no había reloj,
pero el de la Iglesia sonaba
-con repeticiones-
como si viviéramos en el atrio.
Un hogar intimista con chimenea y leña,
con la puerta abierta
y sin otro tesoro que guardar
que dejarse custodiar por los desvelos.
No había sótano,
tampoco buhardilla,
pero sí una primera planta
donde el suelo de tablas
permitía caminar descalzos
con música de cine y soñar.
Las paredes de cal de un blanco impoluto,
la fantasía la aportaba la abuela
y el rigor y desvelos mi madre.
Mi padre, como hortelano,
me enseñaba los misterios de la vida
y proyectaba en mí el germinar,
el desarrollo y los frutos
de aspirar a hombre de bien,
a ser feliz y a mostrar la sonrisa.
Hablo de la infancia,
días tan lejanos como inolvidables.
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