Nací con el mar
asomado a mi ventana.
Desde la cuna no oía
el cántico melodioso de las olas,
ni el silbido del viento,
ni el relax de su reposo.
De acunarme
-en especial en sus brazos-
ya se ocupaba mi abuela Ana.
Crecí con la mirada
puesta en el horizonte,
y sin dejar de soñar.
Había sido inducido por mi padre,
como quien fantasea un más allá
indefinido
que no cabía en la mirada.
Hasta entonces todo era una incógnita,
-como suele suceder-
en una vida recién alumbrada.
Me fui subiendo
en las oportunidades que surgían
y de trompicón en trompicón,
este mar confuso o diáfano,
esta suma de acontecimientos
en los que me fui desplazando,
iba sumando días a los años.
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