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Hace frío. Tengo
mucho frío.
Me siento
encarcelado
y sin una visión
clara de cuanto acontece,
hasta dudo si
estaré o no contagiado.
A mis limitaciones
físicas,
las restricciones
impuestas por ley,
el confinamiento
perimetral,
el existencial y
emocional.
El frío me atenaza,
me limita
y condiciona mis
pensamientos.
Me refugio en la
música:
Chopin es un
antídoto para la apatía
y puerta de entrada
a uno mismo,
a la evasión en la
que me refugio.
Mi prima no
interpreta al genial polaco,
lo recrea, lo
vivifica; así es María Márquez Torres:
un lujo para los
sentidos.
Me dejo mecer por
sus olas acústicas,
por la pasión sutil
en cada arpegio;
en la calidez de
cada nota
está el tacto
primoroso de Euterpe
y la delicadeza
suma de sus manos de virgen.
Sigo teniendo frío,
pero sin saber cómo
me he liberado
del corsé de las
paredes
y recorro campos en
flor a la luz de la luna:
Nocturno número dos.
Me arracimo en mí
mismo
buscando el rescoldo
en un ritmo más vivo;
entonces acude en
mi auxilio
la trepidante
melodía de La Campanella, de Liszt,
donde María hace un
derroche de virtuosismo.
Sin poder explicar
cómo voy entrando en calor
y hasta me siento
liberado
del jubón
institucional y profiláctico.