La vida, a veces, es un prólogo
por indexar cada día,
un infinito que vuelve una y otra vez
con los mismos lamentos,
emborronando páginas
y páginas sin fin,
pero todo cuanto cambia es la talla,
no la encarnadura de las criaturas,
y mucho menos
el devenir arropado del cada día.
La herencia genética, la educación,
la formación o las carencias;
los malos tratos, el hazmerreír,
el juguete roto que no ve la salida,
el foco de todas las persecuciones,
los azotes, las burlas, el escarnio.
Todo sucede en ausencia de los responsables,
justo cuando miraban para otro lado
o cuando no advirtieron malicia
en el todos contra uno
y el corro de pasivos reían las gracias.
Un prólogo que acota la odiosa infancia
y que ha sido bautizado con un anglicismo
que no quiero pronunciar,
la complacencia de lo invisible
que vuelve a dejar en el prólogo de la vida
a esa criatura que tiene pavor a crecer.
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