Nada tan cercano y latente
como estos parajes
de dificultad accesible y próximos,
escarpados en la memoria
desde la lejana infancia.
De sus entrañas, los nombres,
los aromas, la aridez de una vida
ceñida a lomos del esfuerzo
por la esgrima de cada vereda,
de cada tranco, de cada encina,
de cada algarrobo, de cada pino
de cada exclusivo pinsapo,
para alcanzar el fatigoso
pan de cada día.
Ahora que arden otros montes,
me ciño el cíngulo del sudor ajeno
y me solidarizo con quienes
vieron arder sus montes,
su horizonte de vida,
con la vana impotencia del fracaso
y el borrado de la memoria
de la tradición de sus mayores.
En el aire,
el volátil aroma de la jara y el lentisco,
la profunda fragancia del tomillo y del romero,
la robustez del enebro, el delicado almoraduj…
Las vidas de quienes nos precedieron
y nos enseñaron a amar a la naturaleza.
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